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 domingo, 18 de febrero de 2007  
Santa Cruz: un paraíso en el sur
Puerto Deseado es un reservorio de animales marinos y testigo del paso de personajes históricos

En el noroeste de Santa Cruz, Puerto Deseado ofrece la naturaleza austral en su estado más virgen. Situados en torno a la única ría de Sudamérica, los acantilados y aguas azules son reservorio de pingüinos, cormoranes y delfines; mientras que la ciudad relata en su paisaje las vivencias de una Patagonia con historia. A pocos kilómetros, el plato fuerte lo constituye la única colonia de pingüinos de penacho amarillo del hemisferio sur continental.

Ubicada a 2.100 kilómetros de Buenos Aires, la zona de Puerto Deseado es un importante reservorio de aves y mamíferos marinos. Testigo del paso de personajes como Hernando de Magallanes, Charles Darwin y Thomas Cavendish (a quien se debe el nombre de “Desire”, en honor a su nave insignia), quienes por algún motivo sintieron curiosidad por la topografía del lugar, su increíble paisaje se explica por un fenómeno de la naturaleza.

En el período Jurásico —hace unos 160 millones de años— la comarca se estremeció. Brutales erupciones volcánicas derramaron lava y ceniza por doquier, tallando los contornos de exóticos paisajes. Las rocas modelaron cañadones, acantilados e islas, y trazaron un profundo surco en el terreno, donde alguna vez hubo un río y que luego el mar se ocupó de llenar.

Denominado ría, este curioso accidente geográfico de unos 40 kilómetros de longitud, constituye un atractivo único en Sudamérica. Para conocerlo, es necesario abordar un bote inflable y hacerse a las mansas aguas que rodean a este puerto natural santacruceño. Unos pocos minutos entre paredones de piedra que alternan los rojos con los marrones y los blancos bastarán para sorprenderse ante un tesoro de fauna al alcance de la mano.


Tierra de lobos marinos
La propia zona portuaria ofrece a los lobos marinos como parte del escenario, tanto que los marineros llaman a los simpáticos animales por su nombre de pila. Apenas a un par de kilómetros de la ciudad, espectaculares paisajes sirven de hábitat a cormoranes, macaes, petreles, flamencos, cisnes, gaviotines, gaviotas, ostreros y, por supuesto, los siempre populares pingüinos. A medida que la embarcación se interna el paisaje comienza a cambiar. Las toninas overas parecen custodiar el paso, rumbo a un cauce que se torna serpenteante y donde los colores cambian.

La singular geografía, lejos de haber agotado sus recursos con la ría, ofrece en torno a ella un laberinto de enormes grietas en el terreno. Los cañadones, de mas de 50 metros de altura, invitan a escalarse o simplemente recorrerse, y ofrecen recovecos entre los cuales saltan las liebres, las maras y desde cuyas alturas observa alguna que otra lechuza. Alrededor de la ciudad se cuentan por decenas estos desfiladeros, muchos de los cuales son tomados como zona de descanso y de recreación, con improvisados asadores y canchitas de Pero uno en especial cobró otro sentido. A cerca de 20 kilómetros de la ciudad, la Gruta de Lourdes sirve como centro de peregrinación para creyentes de toda la zona, quienes se acercan a una imagen de la Virgen María a la cual formulan promesas. A lo largo de un centenar de metros los agradecimientos, algunos apenas escritos en la piedra y otros en placas metálicas apenas apoyadas en ella, se cuentan por miles.
Costas escarpadas
La zona lindera con el mar abierto también ofrece pruebas del fenómeno que configuró la geografía del lugar. Apenas unos minutos al norte de la ciudad, un circuito de cuevas horadadas por el mar en los acantilados brinda un circuito de trekking que requiere una buena dosis de estado atlético. Claro que el esfuerzo vale la pena, pues desde los peñascos se pueden observar texturas increíbles, producto de la mezcla de piedras negras con el verde del musgo y la siempre cambiante acción de las aguas espumosas.

Pero una excursión al faro de Cabo Blanco multiplica significativamente el impacto visual. Ubicada a100 kilómetros del puerto (lo cual es una distancia relativamente corta en términos patagónicos), la torre del faro todavía hoy ilumina el rumbo de los navegantes. Desde lo alto de una roca se pueden divisar las loberías, sobrevoladas por gaviotas y cormoranes.

Si uno se atreve a acercarse al bravío Atlántico, es capaz de encontrar esas mismas texturas que abundan en toda la costa de la zona, pero con sus colores mucho más intensos, y “sifones” naturales donde las olas encuentran un pequeño curso que termina inexorablemente transformándolas en chorros de agua que se elevan metros y metros del suelo.

En cambio, si se dirije la mirada tierra adentro, pequeñas casas y un minúsculo cementerio revelan la pasada existencia de un pequeño poblado rural. De la mano de un ferrocarril que dejó de circular hace 30 años habían surgido estaciones y puestos telegráficos, que enlazaban las distintas ciudades y estancias de la zona.
Manchas blancas
Allí cobra sentido otra nota del paisaje. Extendidas como blancas manchas en la estepa, las salinas daban lugar a una explotación económica paralela a la ganadería. Enormes extensiones que resaltan la sequedad del ambiente, que invitan a internarse hasta que los ojos no resisten el reflejo del sol y que hoy permanecen ahí, dormidas, en medio de la inmensidad. De repente, en el camino de ripio asoma el casco de una estancia. Lejos de la estética de los establecimientos rurales pampeanos, las construcciones patagónicas hablan de una búsqueda de practicidad. Madera y chapas desafían a los vientos y al frío, y a las seguramente largas temporadas de aislamiento que aislamiento que debían soportar los pobladores de una Patagonia de inviernos hostiles.
La isla de la fantasía
Sin embargo, el plato fuerte para el visitante está mar adentro, a unas once millas náuticas (aproximadamente 20 kilómetros) de Puerto Deseado. Cerca de una hora de navegación y un desembarco con mucha adrenalina entre las rocas permiten acceder a la Isla Pingüino.

La figura de otro faro —en desuso— domina el extraño escenario. Una pequeña planicie es custodiada por el vuelo de los skúas, que se arrojan como misiles sobre cualquiera que ose acercarse a sus nidos. El guía advierte sobre el ataque de estas aves, y sugiere agitar un palo para espantarlas. Algunos pingüinos Magallanes indican el camino que se torna cuesta arriba hacia el faro.

Una breve caminata entre las rocas lleva al otro lado de la isla donde en una fisura del terreno aguarda el premio mayor. Una auténtica multitud de simpáticas aves, distribuidas en parejas ofrece un colorido espectáculo. Se trata de los pingüinos de penacho amarillo, quienes eligieron este lugar para empollar sus huevos.

Los peculiares pájaros se distinguen de sus primos magallánicos por un andar saltarín, y quizás por esa dosis de paradójico encanto que ofrece su plumaje despeinado —con notas de amarillo intenso en la cabeza— y sus ojos de un rojo fuego. Estos animales son una auténtica rareza del lugar, ya que para encontrar otras colonias hay que ir a las Islas Malvinas o llegarse hasta el corazón del territorio antártico.

Claro que no son los únicos habitantes del lugar. Minutos de trekking separan la pingüinera de una costa donde los lobos y los elefantes marinos se secan al sol. Golpeados por las frías olas, permanecen imperturbables ante la visita de los humanos, quienes pueden acercarse a unos escasos metros hasta que, aburridos, los enormes animales vuelven al mar.


Ciudad con pasado
La propia ciudad de Puerto Deseado constituye otro punto de interés turístico. Dotada de un paisaje urbano muy propio de la Patagonia costera, donde lo práctico se alterna con lo natural, en sus calles son capaces de convivir un container, una gaviota, un tanque petrolero y una vista a un mar impecablemente azul. Pero este eclecticismo se nutre de una profusa historia que se remonta a las visitas de exploradores, corsarios e investigadores, a la presencia de tribus nómades, y a la actividad económica de ganaderos y pescadores.

Dos museos narran las historias más intensas de esta ciudad. El primero de ellos, el Museo Municipal Mario Brozoski, se construyó en honor de un buzo que halló los restos de un antiguo naufragio. La corbeta inglesa Swift, hundida en 1770 a pocos metros de donde hoy se alza el puerto, constituye una inagotable fuente de conocimientos que todavía siguen por recuperarse en su totalidad.

Las salas del museo agrupan innumerables objetos que pintan de cuerpo entero la vida de los navegantes del siglo XVIII, cuando los oficiales cargaban su porcelana china hasta en expediciones a los confines más remotos de la tierra. Otra colección de este establecimiento está orientada a una historia bien diferente. En estas tierras habitaron, por miles de años, tribus cazadoras y recolectoras. Los tehuelches, que más tarde fueron asimilados a la cultura araucana, recorrían la Patagonia en busca de alimentos, dejando a su paso herramientas, dibujos y tumbas.

El otro museo importante de Puerto Deseado se alza en uno de sus edificios emblemáticos. Construida en 1911 por picapedreros yugoslavos, la estación de ferrocarril era la cabecera de un trazado que debía concluir en Bariloche pero que —costumbre habitual en la Argentina— nunca se concluyó y durante el último gobierno militar fue cerrado por “falta de rentabilidad”.

En las dos plantas de esta enorme construcción, que poco tiene que envidiarle a las terminales ferroviarias de las grandes ciudades, se aglutina una creciente colección de objetos relativos a la vida en torno a los rieles. Pero también un importante cúmulo de anécdotas, que vienen de la boca de sus propios protagonistas. Es que el museo está atendido por los viejos trabajadores del tren, quienes tuvieron la iniciativa de recuperar este edificio y fueron los principales aportantes a su colección.

Ellos son quienes recuerdan los tiempos en los que la única manera de vencer a la distancia era gracias a las humeantes locomotoras. Con cierta añoranza, hablan de tiempos en los cuales el ganado iba y venía sobre esas vías. También recuerdan momentos que les llegaron de sus mayores. Pero, lejos de cualquier desconsuelo, se entusiasman. Saben que, como todos los deseadenses, son depositarios de un tesoro que espera ser descubierto.
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