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 domingo, 19 de febrero de 2006  
El viaje del lector - Cataratas del Iguazú
El agua de la vida

Capítulo uno: Color Esperanza. Verde planta, verde esperanza, verde dólar. "¿Dónde encuentro un cajero automático?", pregunta una abuelita israelí en medio de una plantación de yerba mate. Al norte, hojas. Al sur, más hojas. ¿Y al este? Para qué seguir.

"No se preocupe, de Misiones no se va a escapar sin pagar", bromea el guía. "Y sin autobús, tampoco", reflexiona el turista español intimidado por la distancia.

Levanto el brazo y señalo al cielo. Hay una nube entre nosotros. "Agradecé que nos viene siguiendo y da sombra", interrumpe mi novio. "Solamente a vos se te ocurre visitar las Cataratas del Iguazú en enero".

Coatí, tucán, Horacio Quiroga, ¡qué lindos son los árboles!, si uno se moja es mejor el veran... Bocinazo de micro. Se acabó el tiempo. Me han interrumpido la defensa, pero no el fervor ecológico.

Capítulo dos: Raíces. "Aquí la flora y la fauna inciden en el ser humano", advierte el guía guaraní que nos recibe en las ruinas de San Ignacio Miní. En la arboleda ninguno saca fotos. Percibo la fugacidad del flash como insolencia hacia el tiempo.

Y el silencio cesa entre las ruinas del altar. "Originariamente los guaraníes éramos polígamos y teníamos divorcio, lo que asustó a los sacerdotes católicos. La primera esposa ayudaba a elegir a las restantes y era muy difícil hablar de infidelidad o determinar qué era pecado", explica el poblador. "Pero los jesuitas, pertenecientes a una orden progresista, lo revirtieron".

Sus mejillas laten más rojas que la tierra. "¿Ven estas bases de columna?", señala, "tenían forma de caballito de mar, símbolo aborigen de la fidelidad. Los jesuitas favorecieron esta creencia, le dieron espacio en la arquitectura y en la vida social". Para convencer, agrega: "Además el hipocampo es un animal muy afectuoso. Tarda dos días en cortejar a la novia y la agarra de la cola. Después no se separan nunca y si alguno muere, el otro no vive demasiado".

Durante el relato, dos chicas porteñas estrenan su filmadora ante la impavidez de un arbusto inmóvil.

Capítulo tres: Piedra. Otro amanecer y el contingente se distrae. Cualquier cosa Pablo, el guía, nos saca una foto. El conoce el 10x15 de un abrazo, el microsegundo de la sonrisa y, sobre todo, cómo esquivar ramas. Perpetúa las Tres Fronteras (Argentina, Brasil, Paraguay), ñandúes de un zoológico, o el vuelo en helicóptero de la abuela israelí. Pero cuando se divisa la represa de hormigón sexy cada turista, devenido en ingeniero hidráulico, fotografía secciones de cemento y futuro gris. Sin ADN ¿cómo identificarlas después?

Por la tarde, una geóloga ecuatoriana revive su excursión a las Minas de Wanda. "¿A qué era pertenecen?" preguntó a un chico de la zona. Respuesta: "Este yacimiento de piedra... es de la Era Piedra".

Capítulo cuatro: Agua va. Lentes de sol con animalitos y gorro de exploradora. Antonella sube a la traffic feliz. "Tiene 11 años", comenta Desirée, su mamá, "Y quiere ver las Cataratas". Llegamos al Parque Nacional. Lo más impactante está por cumplirse, pero no para todos. "¡Ay!", grita Desirée, amarilla. "No puedo seguir", se agarra la panza.

"¿Comieron feijoada (plato típico brasileño)?", pregunta el guía. Desirée asiente. "Dos platos". "Claro, si no estás acostumbrada es para mojar el pan en la salsa y probar, nomás". Viene la ambulancia. "¿Te acompaño, ma, o...?", dice Antonella y nos mira con practicidad infantil. Mi novio le agarra la manito, nos despedimos de su mamá y partimos hacia los botes para conocer la octava maravilla.

Lo vivido es indescriptible. Aún así lo registramos de todas las maneras posibles. Pongo tierra en una bolsita, mientras Antonella graba el murmullo de un salto con un grabador periodístico. Una mariposa se posó en su cabeza. Volvemos en un curioso tren selvático. Nos recibe Desirée curada. Como buena madre, busca a su hija y persigue innecesariamente al tren en movimiento, como en las películas italianas. Reencuentro, abrazos, y por supuesto, más fotos.

Se acabó, hay que volver y las valijas no cierran. Salvo a Joan, la adolescente norteamericana, que no comparte la incontinencia sudamericana por transportar cascotes innecesarios. Es muy simpática, pero algo de ella me intriga: "Joan, qué hacés tejiendo una bufanda de lana en la selva?". Como si fuera evidente, separa el ovillo gris y me muestra con total amabilidad y acento: "Cada kilómetro es como una vuelta de mi tejido. Y quiero llevar todos mis viajes encima".

Celeste Galiano
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