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 domingo, 18 de febrero de 2007  
Interiores: voluntad

Jorge Besso

La voluntad suele ser lo primero que encontramos al despertarnos, o bien lo que nos falta en ese punto tan crucial cuando se asoma el nuevo día. Cuando todavía es nuevo, es decir antes levantarse, o pronto a levantarse y hay que llenar el día que apenas está comenzando con las cosas de siempre: obligaciones, rutinas, proyectos, deseos y demás ingredientes fundamentales de la vida cotidiana que hacen que en principio todo nuevo día sea siempre viejo antes de comenzar.

Es decir que el día es nuevo en el calendario, pero salvo excepciones, ya que tanto el paisaje exterior como el interior son aproximadamente el mismo. Aun teniendo en cuenta que siempre se pueden deslizar ciertas diferencias, algunas cosas distintas, tanto externas como internas, no siempre advertidas rápidamente por el que se levanta y comienza a cruzar esa frontera tan complicada entre la noche y el día, entre lo onírico y la vigilia.

La voluntad es una facultad que cuenta con los ingredientes más importantes pues se nos presenta como la facultad de decidir y ordenar la propia conducta. Lo contrario viene a ser la indecisión y el desorden en el que en tantas ocasiones el humano queda atrapado y enredado en una cavilación interminable. La célebre voluntad a menudo está asociada al deseo, o simplemente a las ganas, al punto de resultar imprescindible ya sea para hacer algo o para no hacerlo. En este sentido es un tema de toda la vida y de todas las épocas, y muy posiblemente de todas las latitudes.

Hace alrededor de 1600 años San Agustín, uno de los padres de la Iglesia, reflexionaba sobre la voluntad. Puntualmente sobre el extraño prodigio (decía) de cómo la voluntad no se obedece a sí misma: “Manda el espíritu que se mueva la mano y hay tal facilidad en la obediencia que apenas se distingue la orden de la ejecución. Y eso que el espíritu es espíritu y la mano es cuerpo. Manda el espíritu que quiera el espíritu y aunque es una misma cosa sin embargo no lo hace”.

Estas palabras de San Agustín desmienten esa sentencia tan voluntarista que canta inútilmente aquello de que “querer es poder”. Por cierto se trata de una supuesta verdad muy afecta a todos los seres del tipo perogrullo circulantes por la Norteamérica profunda, o por la Norteamérica texana con el agravante de que en muchas ocasiones son los que gobiernan, o más bien desgobiernan sobre todo con respecto al resto del mundo. La voluntad constituye una facultad de los humanos decisiva y paradójica al mismo tiempo. Es nuestro recurso fundamental para una posición activa en la vida, y por lo tanto para nuestra independencia, y sin embargo su funcionamiento es, se podría decir, autónomo en sí mismo, ya que no siempre disponemos de ella, sino más bien es ella quien dispone el hacer o el no hacer algo.

Así el sujeto muchas veces tiene que lidiar en su propósito de adentrarse y terminar con una tarea (estudiar o trabajar) en una suerte de lucha sin cuartel para no ser chupado, es decir absorbido, en uno de los largos bostezos con los que el alma desaira la tarea.

Es más que interesante ver que desde hace unos cuántos años a la voluntad como una facultad individual, se le ha agregado otra de tipo general llamada y conocida como voluntad política. La predisposición que tiene un partido determinado para tomar o impulsar tal resolución o iniciativa. Sobre todo si se tata de un cambio profundo. Es decir que bien mirado la voluntad individual y la política coinciden en un punto fundamental: la capacidad de decidir que vendría a ser el antídoto respecto de esa suerte de molicie o pesadez, en suma esa larga postergación en la que caen en muchas ocasiones los humanos con relación a decisiones individuales o colectivas, siempre pendientes de ser tomadas.

Lo que pasa es que los partidos políticos e individuos coinciden en un punto clave: los partidos al igual que las personas son conservadores por definición. Algunos lo son por ideología como una de las tantas formas de la redundancia general. Sin duda, tanto las rutinas como los movimientos rutinarios son imprescindibles, no necesitan de ningún empeño.

En cambio, la voluntad es decisiva a la hora de cambiar algo, depende muy poco de un esfuerzo y mucho de una decisión política, y una política de la decisión: la voluntad de cuestionar y cuestionarse. En general y en particular.

El difícil equilibro entre conservar y perder. La cuestión es no hacer de esta dificultad un imposible, ya que con la indecisión crónica nos refugiamos en la ilusión de ser inalterables, o en el bostezo de la redundancia. En cualquier caso en el sueño de ser inmortales.
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