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domingo,
31 de
diciembre de
2006 |
[lecturas]
Hacia la corona del sol
Christian Kupchik
Poesía Versos para despejar la mente, de Francisco Gandolfo. Editorial Municipal de Rosario, Rosario, 2006, 324 páginas, $ 30.
"Doy mis versos como el agua/ para que todo el que llegue con sed a ellos/ quede refrescado..." Así comienza "Entrega final", de Francisco Gandolfo, que cierra su poemario "Poemas joviales" (1977), así como también "Versos para despejar la mente", el volumen que recoge sus tres primeros libros. En verdad, Gandolfo acierta sólo a medias con su pretensión: al culminar la lectura del conjunto, el "sediento poético" queda, en efecto, refrescado, pero preso a la vez entre el éxtasis y la melancolía. En el primer caso, excede la connotación mística (a la que abarca), rozando un nivel semejante a la euforia por momentos; es una poesía de altísimo vuelo, que sabe nutrirse y armonizar lo sublime y lo profano, hasta el punto de conducir al lector a una dimensión por completo diferente del marco -sea éste cual fuere- en el que se encuentre leyendo. Por otra parte, al llegar al verso final, resulta evidente la sensación de que no sólo nadie escribe así, sino que es casi imposible el sólo intento. La poética de Gandolfo supera los moldes elegidos, compromete una huella irrepetible y crea un sello de identidad más que personal, un río heracliteano al que no se atraviesa con tranquilidad dos veces. Refresca, claro que sí, como lo hace la poesía de Nicanor Parra, por ejemplo, pero logra mucho más, como conducirnos hasta orillas inesperadas.
Seguir el decurso de la vida y los caprichos biográficos que forman la historia de Francisco Gandolfo no sólo puede ser revelador, sino también un viaje que sirve -y mucho- para demitificar la figura del poeta. Hijo de padres italianos, Gandolfo nació en Hernando (Córdoba) en 1921. La muerte temprana de su padre, significó el comienzo de una vida itinerante y de esfuerzos, que llevó a la necesidad de que Francisco comenzara a trabajar a los diez años como vendedor de periódicos. Empleado en una imprenta, se trasladó luego hasta Leones, donde conocerá a su futura mujer, Eve. En 1942, las horas muertas del servicio militar en San Rafael, Mendoza, Gandolfo las empleará en el descubrimiento de buena parte de la poesía española, sobre todo los clásicos (Quevedo dejará marcada su huella, Góngora en menor medida, y algunos representantes de la aún cercana "generación del 27", sobre todo García Lorca). De Buenos Aires, adonde llegó a probar fortuna, sólo obtuvo un encuentro con Rafael Alberti, quien le recomendó la lectura de Neruda y Vallejo -que será fundamental- y luego, ya casado con Eve, el peregrinaje siguió por Río Tercero, otra vez San Rafael, hasta recalar en Rosario, en 1948. A partir de allí, los trabajos en la imprenta La Familia de la calle Ocampo, verdadera cocina poética no sólo de Francisco Gandolfo, sino de buena parte de la producción local de los años 60 y 70.
"Es difícil explicar lo que buscaba// para encontrarlo/ había tendido un alambre/ desde mi casa a la biblioteca/ pasando por la plaza", dice el bellísimo poema 42 (p. 206) de "El sicópata". Gandolfo se convierte así en un equilibrista, marchando con éxito y sin red sobre lo público, por la cuerda floja que lo lleva de lo privado a ese Hades maravilloso y, en principio, inaccesible, que se figura el mundo de las ideas (la biblioteca). Podía leer a Dante y a Freud -ambos importantes en su obra- con la misma irreverencia, en tanto no descuidaba detalle alguno sobre lo real.
Dos anécdotas sirven quizás como excusa para comprender mejor este movimiento. La primera junto a su hijo Elvio, a quien reconocía como una suerte de mentor intelectual, cuando descubrieron juntos, leyendo en voz alta y a las carcajadas, las páginas del "Ulises", de James Joyce, recostados en la Minerva, una linotipo que hoy se supone antediluviana. La otra tiene que ver con la predilección de Francisco, ya posterior, de gastar algunos sábados yendo a ver a Argentino de Rosario, no por afinidad ni excesivo entusiasmo deportivo con el salaíto, sino "porque esas tardecitas de sol, con un puñado de gente emocionada por ver un equipo que casi siempre pierde, me acerca a la poesía" (confesión hecha a este cronista).
De lo sublime a lo profano en un viaje de ida y vuelta. Nada hay sagrado, como nada es sacrílego para el mundo poético de Francisco Gandolfo. "Versos para despejar la mente/ de los que no entienden poesía// esta se escribe con letras de perejil/ y zanahorias crujientes/ del jardín de Alá", nos dice el poema 25 de "El sicópata" (p. 175), que precisamente abre la tercera parte del libro, llamada "La poesía" y que cuenta con una epígrafe de Hölderlin más que sugestivo: "Enigma es lo puramente originado./ El canto puede apenas revelarlo." Allí, tal vez, está la clave de la poesía gandolfiana, un hombre que llegó "tarde" al libro (suponiendo que exista una hora correcta para ello) con "Mitos" (1968), pero que siempre se preocupó por revelar ese enigma que pasa como fotografías de lo invisible para la mayoría de los mortales.
Entre 1968 y 1976, Francisco y Elvio Gandolfo hicieron posible ese milagro que se llamó El lagrimal trifurca (también, Vallejo dixit). Atravesando sus páginas, se pueden detectar algunos signos de lo que en su momento resultaron seductores arcanos a la sensibilidad poética de Francisco. La bucólica armonía -casi oriental- del entrerriano Juan L. Ortiz, a quien frecuentó y admiró sin tapujos, podría ser una. La despreocupada y casi coloquial poesía de los centroamericanos (nicaragüenses como Cardenal, salvadoreños como Roque Dalton, una corriente que el chaqueño Alfredo Veiravé designó como "exteriorista") podría ser otra. Pero la poesía de Gandolfo es una criatura proteica, que adopta formas de las dos y, con un mágico salto mortal, crea otra. Incluso otras. En el número 6 de El lagrimal (octubre / diciembre 1969), publica un poema gráfico, sobre fondo negro y letras plateadas, titulado "El origen de la luz", donde cada verso debe ser leído en forma ascendente, como un rayo. Cercano a los efluvios concretistas de los brasileños, este poema es testimonio de una búsqueda que no se ata a ninguna forma predeterminada para expresar su esencia. En "Presencia del secreto" (1987), un pequeño libro de apenas dieciocho poemas que contiene una fuerza reveladora casi epifánica, se percibe la presencia de una reelaboración gandolfiana de las nutrientes del romanticismo clásico.
No importan los influjos, ni las teorías, ni los dogmas. La poesía de Francisco Gandolfo representa un tótem vital, un flujo energético único, irremplazable. "Construí el ciclotrón/ para tejer la alfombra que me condujo/ a la corona del sol", nos dice en otro poema. Hay que ser agradecidos: el ciclotrón de Francisco puede conducirnos a la misma luz.
"Versos para despejar la mente" es un acontecimiento editorial digno de celebración. No sólo por la justicia que significa para uno de los mayores poetas argentinos de las últimas décadas, sino porque la empresa fue llevada a cabo con la seriedad y responsabilidad que corresponde. Comenzando por el extenso y más que didáctico prólogo de Daniel García Helder, que no sólo se transforma en un ejemplo del deber crítico sino en un paradigma de lo que se supone tiene que ser todo estudio preliminar. Y también por la más que cuidada edición de la Editorial Municipal de Rosario (tal como ya ocurriera con otros libros de la serie dedicados a poetas de la ciudad).
"Perdonen mis lectores/ no les pueda ofrecer/ algo más profundo y serio/ que mi jovialidad", dicen los primeros versos de "Poemas joviales". Lejos de perdonar, los lectores tenemos mucho que agradecer a Francisco, por su jovialidad y el ciclotrón, entre tantas otras cosas.
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