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 viernes, 05 de octubre de 2007  
candi
Charlas en el Café del Bajo
—La vida es un soplo, Inocencio.

   —Y neciamente suponemos, frecuentemente, que es una brisa eterna.

   —Y así andamos malgastando tiempo y aire fresco, respirando hollines existenciales y dándole al corazón sangre contaminada y a nuestro espíritu luces manchadas. Andamos ensimismados en lo vano, en lo efímero, en lo desvalorado por su propia esencia. A veces porque no sabemos observar como corresponde la realidad; otras veces porque creemos que somos y estamos en este nivel de existencia para siempre. ¡Ah necedad de necedades!

   —Y cuando la vida nos dice: “¡Ya no más!”, entonces comprendemos que el pasado fue un error, el presente es exiguo para repararlo y el futuro sólo un deseo imposible. Por eso, cierto dolor es, en muchas ocasiones, una alarma que suena, un llamado de atención que le hace la vida o la divinidad al ser humano, un llamado a retornar a lo esencial. Hay una poesía muy linda del español Julián del Casal que le envía a un amigo que, presumía el poeta, estaba pasando por un mal momento. Junto con la poesía, del Casal le manda a esta persona un libro de poemas de ese genio que fue el italiano Giácomo Leopardi a quienes muchos, equivocadamente, lo han calificado como el poeta pesimista. ¡Qué pena por aquellos críticos quienes, siendo ilustrados y eruditos, no han podido jamás comprender la riqueza que encierra el dolor profundo, a pesar de todo, como el que padecía Leopardi. Las universidades no enseñan (no pueden hacerlo) a comprender ese tipo de sensaciones que tienen que ver con cuestiones humanas no físicas, que los intelectuales a veces no ven y otras veces niegan. Lea el poema de del Casal, Inocencio.

   —”¿Eres dichoso? Si tu pecho guarda/ alguna fibra sana todavía,/ reserva el don que mi amistad te envía,/ ¡El tiempo de apreciarlo nunca tarda!/ Mas si cruel destino te acobarda/ y tu espíritu, hundido en la agonía,/ divorciarse del cuerpo sólo ansía/ porque ya nada de la vida aguarda,/ abre ese libro de inmortales hojas,/ donde el genio más triste de la tierra/ ?águila que vivió presa en el lodo?/ te enseñará, rimando sus congojas,/ todo lo grande que el dolor encierra/ y la infinita vanidad de todo”.

   —El poeta nos advierte en esta poesía, entre otras cosas, que el dolor no es un sentimiento hueco, inútil. Va más allá y dice que tiene un sentido. Y, además, invita a reflexionar sobre las cosas ciertamente importantes de la vida humana, esas que se nos presentan a cada instante y nos dicen: “¡Estoy aquí, aprovéchame ahora!”, pero no las vemos. Claro, porque nuestra veleidad y deslumbramiento por lo inconsistente no nos las dejan ver. Así pasan nuestros padres, nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros amigos. Así pasa el pobre, el angustiado, el desamparado, y con ellos todas las circunstancias de sus vidas y nosotros... ciegos. Ni un “te quiero”, ni una caricia, ni un abrazo, ni un gesto, ni reconciliación, ni nada. Arrobados con las “maravillas” del mundo, pasa Dios y no lo miramos. Hasta que un buen día la vida dice: “¡Ya no más!” y nos estremecemos porque entonces reparamos en lo sustancial y “en la infinita vanidad de todo”. A veces, amigos, es demasiado tarde.

Candi II

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