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 sábado, 09 de octubre de 2004

Evocación de Julio Vanzo

Gonzalo S. Martínez Carbonell

Cuando en nombre de la Academia Nacional de Bellas Artes despedí del mundo de los vivos al maestro Julio Vanzo, expresé que a la vez de haber muerto un artista había desaparecido un hombre; más aún, un amigo. Del virtuoso de la pintura, de su obra imperecedera -ya consagrada- habrán de ocuparse los críticos y los historiadores del arte. Los jóvenes pintores, por su parte, acudirán a ella en la seguridad de hallar un estímulo fecundo e inspirador, que es lo que la hace vigente. En una palabra, todos ellos se enfrentarán a su legado, a lo vivo de Julio Vanzo. Nosotros, en cambio, evocaremos la sombra de su persona tan querida: tendremos que habérnosla con su esencia.

Me unía al pintor una amistad nada vulgar: no la simple camaradería que nace de la comunidad de ciertos caracteres físicos como la edad, ni el compañerismo que deja el haber compartido etapas necesarias de la vida u otras vicisitudes, ni ninguna de esas casualidades que hacen que se creen afinidades corrientes entre los hombres sino una amistad en el sentido pleno de la palabra, originada en la participación de idénticos ideales, el gusto por las cosas elevadas y hermosas; en síntesis, la afición por la belleza, de la que era devoto.

Conocí a Vanzo hace casi sesenta años. En todos los hitos y en todos los acontecimientos principales de mi vida lo hallo presente: en los gozosos, mi casamiento, cuando recibí alguna distinción o halago, al nacer cada uno de mis hijos, de quienes también fue amigo y mentor; pero igualmente en los dolorosos, como en los fallecimientos de mis seres queridos, en las horas de desasosiego y melancolía. Pero el no fue sólo para mí compañero de ocasiones extraordinarias sino que casi diariamente nos frecuentábamos en el cultivo de una amistad continua, desinteresada, sin tropiezos, jamás perturbada por ninguna circunstancia.

Venía Vanzo, me visitaba y conversábamos generalmente sobre los mismos temas: las artes, la pintura, los creadores, la belleza en todas sus manifiestaciones, incluida, desde luego, la de la mujer, uno de sus temas predilectos, pues, como se manifiesta en su pintura el amor y el erotismo provocaron un aliento encantador a su obra, como en todo gran artista.

Ahí tenía oportunidad de manifestar su originalidad, la nobleza de sus sentimientos, la elevación de su sensibilidad, la lucidez de su inteligencia, en fin, su vasta cultura humana. También la confianza mutua, el trato de años, daba lugar a que nuestro diálogo alcanzara a la confidencia de penas y alegrías. No mucho antes de su muerte, en una de esas largas conversaciones, me confesó que se sentía débil y viejo... y entonces agregó melancólicamente, presagiando su fin: "Gonzalito, cuando yo no esté ¿con quién vas hablar de estas cosas?" ¡Cuánta razón tenía! Fue, en suma, mi amigo entrañable. Recuerda Platón, en la Carta VII, que sólo es capaz de la verdadera amistad quien posee la "virtud", esto es la areté griega, que es un desborde, un estado de plenitud y lozanía, y que no existe mejor criterio de la "virtud" que la posesión o no de amigos fieles. ¡Cuánta verdad encierran estas ideas con respecto a Vanzo! El era, en el sentido arriba apuntado, efusivo; él fue quien acrecentó en mí la pasión por las artes y, en especial, por la pintura, a la cual, mediante sus enseñanzas y consejos generosos, aprendí a interpretar y a gustar.

Su persona, su obra, su palabra me abrieron un mundo signado por la belleza del que sólo un gran hombre como él pudo ser el mistagogo. Ahora que Vanzo no está, ahora que ha abandonado a sus amigos, con frecuencia evoco su figura distinguida: alto, erguido, varonil, con su larga cabellera de poeta; en suma: un noble caballero cuya presencia jamás podía pasar inadvertida, pues lejos del adocenamiento, llevaba la impronta del espíritu en el aspecto. Evoco su voz, su conversación, su ecuanimidad, su criterio profesional, su inteligencia, la bondad y la sencillez sin engaños, en fin, su grandeza. Ahora que ya no está, ahora que no lo oigo ni veo, caigo en la cuenta de hasta qué punto se ha empobrecido mi vida. Qué vasta y dura es su ausencia.

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