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 sábado, 08 de mayo de 2004

candi
-Inmanuel Kant decía que uno debe obrar de modo que la conducta pueda servir de principio a una legislación universal. Y este pensamiento calza justo para el tema que vamos a desarrollar entre hoy y mañana: la realidad social de nuestros días y nuestro compromiso como individuos. Si desmenuzamos un poco las palabras de Kant observaremos ciertos asertos microscópicos que reunidos pueden resumirse en una frase: el resultado social es la suma de las actitudes individuales.

-De manera tal que podría decirse que cada uno es corresponsable del destino del grupo social al que pertenece.

-Desde luego. No se puede desenvolver la vida con actitudes que tienden a desvirtuar el éxito social y a la vez requerir del líder o demás integrantes del grupo posturas ideales. Y este desarreglo en la convivencia es usual y se advierte cotidianamente tanto en la célula básica de la sociedad, como es la familia, como en el gran conglomerado social. Ejemplo muy conocido, simple y diario es este: uno de los integrantes de la pareja se queja asiduamente de la falta de demostración del amor por parte del otro, pero resulta que el quejoso tampoco gasta demasiadas energías en prodigar afecto al indiferente. Vale decir, se implementa entonces una rueda viciosa que termina bañada por un orgullo o falso amor que se sintetiza en la consabida exclamación: "¡¿Siempre yo tengo que estar demostrando mi afecto?!". Esta frase lleva inevitablemente a la neutralización de la demostración y de allí a un desgaste seguro.

-¿Y en el orden social amplio?

-Y en ese orden ocurre algo parecido, pues se reclama a los líderes actitudes honestas y de defensa de los derechos, pero: ¿cuál es la conducta en la vida individual? Haciendo una revisión de la realidad argentina de los últimos años concluyo en que el fracaso como sociedad no sólo se debe al accionar de los líderes por todos conocidos (sería redundante aclarar conceptos y extenderlos) sino al propio fracaso. Se fracasa cuando se resigna el pueblo y se acepta la impostura de los gobernantes, por ejemplo. Se fracasa cuando el individuo se niega a seguir debatiendo sobre política y así se cumple acabadamente lo que decía Arnold Toynbee: "El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan". ¡Y cómo se interesan! Se fracasa cuando no hay predisposición para informarse y formarse adecuadamente con vistas a una sociedad mejor y, licenciosamente, se acepta sin más el discurso a menudo harto mentiroso del líder de turno. "Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje", decía Aldous Huxley.

-¿Y entonces?

-Yo estoy convencido de que la gran mayoría de los argentinos y de los ciudadanos del mundo quieren un nuevo orden social. Estoy plenamente persuadido de que, aun cuando ese nuevo orden tal vez demore en llegar, su arribo es incontenible. Pero cuanto más alejados estemos de una conducta que deje ver un ideal noble y un fin altruista más demorará en instaurarse ese nuevo orden. En una familia afectada por la dificultosa convivencia nada podrá cambiarse si todos sus integrantes no se predisponen a dejar de lado el orgullo, el amor propio, el fácil individualismo e incluso a vencer patologías de carácter psicológico. De todos debe ser la tarea, porque la acción de uno no servirá al conjunto. En una sociedad ocurre lo mismo.

-¿Cuál sería la receta?

-No hay recetas mágicas ni fáciles. Cada ciudadano debe tener una meta y luego fijar el rumbo y desplegar velas. Y fijar el rumbo y desplegar velas significa un compromiso de cambio primero personal. Todos tenemos algo que cambiar, todos debemos rescatar ese ideal desterrado de nuestras vidas. Y ese ideal no es otro que ser tolerante, comprensivo, respetuoso y honesto e invitar al prójimo para que cultive esas virtudes. A partir de allí, del cambio individual, se debe extender esa transformación a grupos sociales más amplios para imponer a los líderes una forma de vida basada en la justicia y los derechos satisfechos.

Candi II

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