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 domingo, 31 de diciembre de 2006  
Corresponsal
Y otra vez llegaron las fiestas

María Laura Frucella

Otra vez las fiestas, otra vez se termina el año y yo siento invariablemente lo mismo de siempre: envejezco súbitamente. El tiempo corre más rápido estos días, un antiguo precipitado de quietudes se decanta en forma de remolino, y su vórtice me azota contra el vidrio frío de la realidad. A cada golpe, pierdo un poco de mi letargo tibio y gano algunos gramos de una penosa lucidez que quisiera amordazar.

La consigna parece ser: hay que arropar esta época, hay que llenarla de los elementos de siempre: jamón bellotero, langostinos de Galicia, gulas del Cantábrico, lucecitas, papanoeles chinos cada vez más tecnológicamente afinados -ahora suben una escalerita con la bolsa de regalos en la mano-. Hay que juntarse a comer y beber, festejar (¿Qué? ¿Que el tiempo pasó? ¿Que nunca más será dos mil seis?) Hay que regalar, llenar a los amigos de cositas protectoras, como cuando uno es chico y está enfermo o tiene que ir al médico, y en recompensa por el mal trago le regalan chocolates. Un adorno, una prenda, un perfume nuevo que nos diga no sufras, yo te acompaño, cruzaremos juntos esta calle que nunca más volverás a pisar.

En esta época las fachadas modernistas de Barcelona se ven más bellas aún: una rara luz azul tapiza los bordes de esos balcones cuyas líneas remedan ondas de agua. Dos años seguidos repitieron la misma iluminación en ese edificio, entonces caigo en la cuenta del cansancio de los ciclos, del rostro ajado tras la máscara siempre igual, las ciudades en Navidad son como viejas señoras que se echan encima potes de cosméticos, se cuelgan aros enormes y pesadas gargantillas. Nuestros adornos siempre van arriba, la cara, el cuello, las orejas, sí, pero zapatos rotos y medias raídas: el suelo siempre es el suelo, desnudo y real -andan ratas en el suelo de todas las ciudades del mundo-.

La sucesión de despedidas de año culminan la noche del 31: es entonces, en la última uva de la doceava campanada, cuando siento el efecto sedimentario de tanto exceso, y pienso que debe ser cierta la teoría de que se envejece más rápido si se come de más. Envejecemos años en un mes; en diciembre todo nos habla del final, lo que perdemos a cada instante se hace más notable a finales de año.

Y sin embargo, algún resabio de alegría de años infantiles todavía me sorprende por momentos. El mundo se prepara, y eso, la pura preparación, enciende el entusiasmo que salva del abismo. A la sombra angustiosa de nuestra fragilidad, los adultos hemos inventado sueños fantásticos para la niñez. Somos eternos y poderosos de niños, nuestros anhelos se transportan sin obstáculos del pensamiento al árbol navideño, a veces con la simple mediación de una carta.

Quizás, el desencanto que hoy sentimos en estas fechas no sea más que eso: residuo de pertinaces creencias que otros han inducido en nosotros, para más tarde desmentir sin conmiseración.

Pero tal vez sea ese mismo remanente el que nos empuja a las calles a contradecir la dureza de la realidad, a reencontrarnos con nuestras viejas fantasías, transportados por el luminoso ensueño urbano de estos días de fiesta.
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