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 domingo, 31 de diciembre de 2006  
Tema de la semana
Aguas turbias

Julio Villalonga

Sólo la inédita bonanza económica y la virtual inexistencia de una oposición seria y cohesionada impiden que alguien capitalice los groseros errores de la coalición kirchnerista que gobierna la Argentina.

  La desaparición de Luis Gerez, militante kirchnerista de la localidad bonaerense de Escobar, no hace más que confirmar que la administración Kirchner abrió una “caja de Pandora” con su política de derechos humanos. Y que no sabe qué hacer cuando se disparan las consecuencias.

  Aunque está fuera de discusión que los delincuentes de lesa humanidad que actuaron durante la dictadura —e incluso en los años previos con la Triple A— deben ser perseguidos allí donde se encuentren y sin límite en el tiempo, una política dirigida a conseguir ese objetivo debería estar acompañada por una serie de medidas que garanticen el resultado sin sorpresas o, en su caso, con el menor daño posible. Esto es, si los sobrevivientes de aquella masacre tienen la valentía y la conciencia cívica necesarias para seguir presentándose ante la Justicia para declarar en las causas abiertas, el Estado —ahora administrado por un gobierno que impulsa esas investigaciones— debería estar preparado para enfrentar la previsible respuesta de quienes fueron victimarios. O de sus esbirros.

  Por caso, la Side debiera cumplir con su rol, pero en democracia. De lo contrario, debería desaparecer para que en su lugar se instale una estructura nueva y sin vicios. La policía bonaerense debería contar con efectivos profesionalizados comprometidos sinceramente con los valores democráticos. Si así no sucede, debería desaparecer para dejar su lugar a un interinato en el que la seguridad estuviera a cargo de la Gendarmería, la Prefectura y los nuevos efectivos que salen de la Bonaerense II. Si la Justicia bonaerense —por circunscribirnos a esa jurisdicción, donde desaparecieron Jorge Julio López y después Gerez— no está en condiciones operativas para encarar una investigación exhaustiva, debiera ser intervenida. ¿Todo con qué fin? El de dar una respuesta contundente a un problema que no ha dejado de agravarse desde que la democracia volvió a estar entre nosotros, hace ya 23 años.

  Podrá decirse que estos planteos son absolutamente utópicos. Y es cierto que lo son. Pero las soluciones que se han puesto en práctica en las dos últimas décadas demostraron ser un florido repertorio de buenas intenciones, por decir lo mejor. Las sucesivas administraciones democráticas y la sociedad de donde surgen no han hecho otra cosa que poner en práctica medidas parciales, posibilistas, mesuradas y criteriosas que no han dado ningún resultado. O, lo que es peor, han dado como resultado la certeza en vastos sectores de la sociedad de que la democracia como sistema no tiene herramientas para enfrentar a los sectores que la atacan.

  Se nos dirá que problemas como los que padecemos en nuestro país afectan a los países centrales con el ataque sistemático del terrorismo, pero no es lo mismo. No hay forma de comparar una y otra realidad. El tibio pero coherente plan de seguridad presentado por el ministro bonaerense del ramo, León Arslanián, advierte que no puede haber represión del delito sin inclusión social. La derecha más recalcitrante lo considera garantista. Y la izquierda paleolítica, gatopardista. Pero el problema de fondo de la iniciativa es su gradualismo, y cada nuevo caso de desaparición —con los que buscan instalar el terror y una sensación de indefensión en manos de las autoridades constituídas— nos aleja más de una solución. O de un principio de solución.

  Imagino la respuesta de Arslanián a estas afirmaciones. “Las soluciones extremas provocan consecuencias extremas”, dirá el prestigioso jurista. En este diálogo de ficción yo le contestaría que “las consecuencias extremas ya están entre nosotros”. En la actualidad, un discurso extremo y basado en principios como el del presidente no conduce sólo a otros discursos extremos emanados desde sus antípodas. Conduce a una exacerbación del clima político y el Ejecutivo, sea nacional o provincial, ante los actos de terror termina balbuceando nuevas promesas o comentarios sin sustento.

  La política de derechos humanos del kirchnerismo tiene porcentajes similares de convicción y cálculo político. No cabe duda de que el presidente tiene la certeza moral de que la Argentina debía encarar el pasado con hechos y gestos elocuentes. Pero también entrevió que no era caro en términos políticos enfrentar a los involucrados en la “guerra sucia” veinte años después del juicio histórico a las Juntas.

  Frente a las provocaciones que hoy golpean la cara de todos los argentinos, por más que provengan de sectores marginales, el presidente tiene la responsabilidad de encarar una serie de decisiones que complementen su política gestual de aval a los enjuiciamientos. Si no lo hace, seguiremos navegando en unas aguas turbias en las que, en el mejor de los casos, puede que no nos hundamos pero sobre las cuales se hace muy difícil navegar para llegar a la costa.
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