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 domingo, 17 de diciembre de 2006  
A cinco años. La dimisión de De la Rúa sumió al país en la peor crisis institucional desde el regreso de la democracia
Crónica de una caída anunciada
A veinticuatro meses de haber accedido al poder, el gobierno aliancista sólo dejó un caos político, económico y social

Javier Felcaro / La Capital

Hace cinco años, raleado por una inédita y gravísima crisis económica y política que limó en tiempo récord su gestión y distanciado -por acción u omisión- de las premisas que lo habían depositado en la Casa Rosada, Fernando de la Rúa renunciaba a la Presidencia de la Nación dejando detrás de sí un reguero de escombros institucionales.

De la Rúa había asumido el 10 de diciembre de 1999 con una imagen positiva de casi el 70% (tras cosechar 9.000.000 de votos), pero en sólo 24 meses licuó su poder.

La primera alarma sonó ni bien se instaló en Balcarce 50. En Corrientes estalló un conflicto social incubado antes del adiós de Carlos Menem. Preanunciando un estilo de administración, se esperó demasiado y la salida fue la represión, seguida de muertes y una intervención federal.

Poco después, en febrero de 2000, la excusa de la herencia recibida derivó en la primera toma de distancia con los argentinos: el impuestazo a la clase media. También la sobreactuada batalla contra la corrupción recibió un duro golpe merced a Angel Tonietto, el cuñado de la entonces ministra Graciela Fernández Meijide e interventor del Pami.

Aunque la transparencia pregonada por la Alianza quedó definitivamente opacada por el escándalo de las coimas en el Senado (a cambio de la aprobación de la polémica reforma laboral), una trama que detonó el portazo del vicepresidente Carlos Chacho Alvarez.

Más allá de la voluntad de enfrentar actitudes corporativas, el ex líder del Frepaso se peleó con todos, fragmentando a su partido, complicando el futuro de la coalición y debilitando a un gobierno que ya daba señales de anemia.

A los dos nuevos ajustes que empinaron a De la Rúa les siguieron las eyecciones de Rodolfo Terragno, Alberto Flamarique y Fernando de Santibañes. La salud de la economía empeoró y los remedios (el blindaje y el megacanje) no alcanzaron.

Tijera en mano, Ricardo López Murphy reemplazó a José Luis Machinea. Pero su poda en salud y educación fue rechazada unánimemente. Los pocos progresistas todavía en el poder armaron sus maletas. Nada más quedaba de aquella esperanzadora Alianza alumbrada en 1997.

Llegó entonces el giro a la derecha de la mano de Domingo Cavallo, quien desembarcó -paradójicamente- impulsado por Chacho. Los números en rojo no cambiaron de color y el hiperkinético ministro terminó creando el corralito. Fue la respuesta a una caída de 22.000 millones de dólares en los depósitos.

Paralelamente, la falta de contención social multiplicó los piquetes y los cortes de rutas. Retornó la represión, con más muerte, como en General Mosconi (Salta).

Las urnas, en tanto, dieron a luz el voto bronca y -rápido de reflejos- el atomizado PJ colocó a Ramón Puerta en la presidencia provisional del Senado, el umbral de la sucesión de De la Rúa.

Por su parte, Menem, preso por la venta ilegal de armas al exterior, recuperó la libertad. La única promesa electoral hecha realidad estalló en pedazos, dejando en el aire un tufillo a nuevo pacto político.

Los llamados a la unidad nacional fueron estériles y la discusión con los gobernadores (principalmente los del PJ) por la coparticipación profundizó el desgaste, al igual que los caciques sindicales, que lanzaron el séptimo paro. Encima, Argentina estaba al filo del default y el FMI se negó a conceder un nuevo crédito.

El cepo económico entrampó a los ahorristas que no huyeron a tiempo por un total de 55.000 millones de pesos. Y, cual bumerán, barrió con dos ministros de Economía: Cavallo, su mentor, y Jorge Remes Lenicov (quien meses después buscó la salida con bonos compulsivos).

El 13 de diciembre de 2001 comenzaron los saqueos de supermercados en Rosario. Cinco días después se extendieron a seis provincias, al conurbano bonaerense y la Capital Federal. Al mismo tiempo, la ciclotímica clase media empezó a batir las cacerolas.

Sin contención oficial, y con sospechas de un velado aliento opositor, el 19 volvieron con más fuerza los ataques a los comercios. De la Rúa decretó el estado de sitio y públicamente pidió calma. Pero esa misma noche miles de gargantas multiplicaron en las calles la consigna "que se vayan todos".

En un vano intento por frenar el caos, el gobierno difundió la supuesta renuncia de Cavallo. Las ollas retumbaron en Plaza de Mayo y hasta en las puertas de la quinta de Olivos.

El 20, De la Rúa invitó al justicialismo a integrar un gobierno de emergencia. Casi en sintonía, la policía trató de desalojar la plaza. Sobre el mediodía, cinco personas habían muerto por la represión porteña. Aunque la violencia también se cobraría otras siete vidas en Santa Fe.

Con un país ardiendo, y sin el respaldo de la UCR, la suerte estaba echada: los gobernadores del PJ reunidos de urgencia en San Luis y los bloques de senadores y diputados nacionales le avisaron al presidente que ya era tarde.

No obstante, De la Rúa se tomó un tiempo para redactar a pulso su renuncia. Luego la envió al Congreso y, a las 19.50, abordó el helicóptero que lo llevó a Olivos. Al sobrevolar la plaza, que respondió con insultos, comprobó la existencia de otra realidad.

Fue la última postal de una debacle que dejó heridas institucionales aún palpables en la epidermis argentina.
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De la Rúa deja la Rosada y la Presidencia.

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