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 domingo, 08 de octubre de 2006  
Tema de la semana
La estéril pelea de Kirchner y la Iglesia, y el desaparecido

Uno de los legados más nefastos que dejó la célebre década del ‘60, proyectada luego en la del ‘70, fue el del consignismo. Se trataba de una retórica que tenía escasa incidencia en la realidad y es así como la imaginación nunca llegó al poder y las revoluciones propuestas en aquel tiempo no se concretaron en los hechos. Se trató más de una rebelión de las palabras que de la instrumentación de políticas concretas que modificaran la realidad. La verdad es que la actualidad no puede decir que de aquellos años llegaran a estos hechos determinantes o cambios en las estructuras de poder significativos.

  Quienes todavía tienen nostalgia de aquellos tiempos esgrimen que las siniestras décadas del ‘80 y ‘90 son la causa de que aquellos tiempos revolucionarios no germinaran. Olvidan explicar por qué si las rebeliones setentistas eran tan buenas no triunfaron y mucho menos dan cuentas de por qué los perversos ‘80 y ‘90, con sus aires liberales, fueron exitosos en algunos países, como Chile, Irlanda, China, India, entre muchos otros. En cambio no se pueden mostrar éxitos en ningún lugar del planeta de aquellos ilusionadores ‘60 y ‘70. El máximo símbolo de aquellos tiempos, la Cuba del Che y Castro, más allá de las visiones románticas por un lado y de las conspirativas por otro, no ha logrado sortear contradicciones básicas de la modernidad como son la libertad de los ciudadanos y el desarrollo económico. Todavía sigue el dictador enfermo, mientras condena el capitalismo, quejándose del bloqueo de Estados Unidos. ¿Para qué necesita entonces comerciar con los yanquis y cuál puede ser la ventaja si cada vez que un país quiere firmar un convenio de libre comercio lo acusa de “lamebotas”?

  Lo cierto es que en ese contexto cultural descripto, la Argentina, de la mano de las palabras del presidente Néstor Kirchner, cayó esta semana en un espiral retórico notable, esta vez ya no con la prensa, objetivo habitual del primer mandatario, sino con la Iglesia Católica, que se ha transformado en otra de las bestias negras del marido de la senadora Cristina Fernández. Luego del notorio papelón de Kirchner que acusó en público al periodista Joaquín Morales Solá de haber escrito en Clarín en el año ‘76 una nota de apoyo a Videla, que el hoy columnista de La Nación nunca había pensado escribir, el primer mandatario ha enfocado su encendida verba habitual hacia la curia.

  A partir de su mala relación con el cardenal Jorge Bergoglio lanza ráfagas flamígeras hacia los curas, como si la Iglesia de Pío Laghi y Quarracino fuera exactamente igual que la de Novak y De Nevares, dos curas que tuvieron una militancia mucho más jugada durante la dictadura que el propio Néstor Kirchner, si es que tuviera alguna significación medir la intensidad militante.

  Esta semana el presidente tuvo un cruce verbal con el vocero de Bergoglio, merced a desavenencias políticas en la provincia de Misiones donde se da la pelea entre un sacerdote y el gobernador kirchnerista Rovira. ¿Puede un país estar supeditado a las rencillas electorales entre adeptos a un determinado presidente y un cierto prelado para que la institución presidencial y la institución religiosa más numerosa del país se crucen en una batalla verbal donde incluso no ha estado ausente el diablo?

  Es a todas luces un disparate, pues tanto el ciudadano presidente Néstor Kirchner, como el cardenal Bergoglio no pueden desconocer que detrás de ellos están todos los argentinos, pertenezcan o no al 22 por ciento que votó al santacruceño o al 70 que hoy aprueba su gestión, sean católicos o de otras creencias. Y tienen que saber que las peores cosas vienen detrás de las palabras que se lanzan los hombres que encabezan a las sociedades.

  Un tema del cual tanto Kirchner como la Iglesia se podrían ocupar en positivo es el de la desaparición del testigo del caso Etchecolatz, Jorge Julio López, donde sí resulta claro que el diablo metió la cola. El desconocido paradero de López no es un tema verbal, es una herida letal para la democracia.
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