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miércoles,
23 de
agosto de
2006 |
Reflexiones
De Jauretche para Cristina
Juan José Giani (*)
El nacionalismo argentino fue un movimiento cultural intenso, extenso y polisémico. Intenso porque penetró conceptualmente distintas esferas de la vida colectiva; extenso porque abarcó en su impetuoso desarrollo casi un siglo de historia; y polisémico porque al amparo de su referencia simbólica se cobijaron expresiones político-ideológicas en más de un caso antagónicas.
Las primeras manifestaciones de esa corriente se vinculan estrechamente con las consecuencias malsanas del proyecto civilizador que consumó la llamada Generación del 80. Si bien no se lo recusaba integralmente, los dos pilares de su aspiración modernizante, educación técnica e inmigración anglosajona apta para el trabajo, acarreaban a principios del siglo XX derivaciones incómodas. Conciencias estudiantiles escindidas del glorioso pasado patrio y desconcierto axiológico de una comunidad agobiada por el cosmopolitismo, parecían exigir medicinas filosóficas apuntadas a recuperar autoestima nativa.
Si la estrategia liberal-republicana del siglo XIX se había empeñado en exorcizar la ancestralidad hispano-indígena, solicitando auxilio a la fértil cultura del norte, los primeros nacionalistas operan en sentido replicante. No habrá civilización fecunda si ésta no encuentra anclaje en un suelo identitario con color local.
Ricardo Rojas en su "Restauración nacionalista" y en "Blasón de Plata", y Manuel Gálvez en su "Diario de Gabriel Quiroga", sintetizan canónicamente este pliego de inquietudes. Con matices no menores, ambos reclaman sin embargo educación humanística orientada a justipreciar nuestros próceres, y una doctrina estético-política que lograse reencauzar un proceso de transformación que garantizaba progreso material pero no solidez espiritual.
La década del 20 supondrá la aparición de nuevas acechanzas, al calor de las cuales el nacionalismo adquirirá su singular palabra. La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa dejarán una doble enseñanza. La matanza europea inhibe ya de encontrar en el Viejo Mundo esperanzas de un mundo luminoso y la marea bolchevique anuncia placeres para el sufriente proletariado pero temores para las clases dominantes del planeta entero.
En Argentina, a su vez, la modernidad capitalista ocasiona virulentas disconformidades obreras e Hipólito Yrigoyen gana las primeras elecciones democráticas liderando un movimiento de composición plebeya y con un programa moral y socialmente reparador. El nacionalismo predominante no será ya entonces el utensillo destinado a aliviar la intemperie identitaria que desata el constante flujo inmigratorio, sino la ideología paranoica enfocada a acogotar la amenaza comunista que proviene de Moscú.
La cultura ya no sólo modela conciencias exaltando linajes patrios, sino que se acerca a la espada para embestir al liberalismo pusilánime. El fascismo italiano y el falangismo español marcan el camino. Frente al anarquismo revoltoso, la Hoz y el Martillo, y el populismo radical, cabe invocar la llegada salvífica de un dictador que garantice el orden.
El asunto, no obstante, no culmina allí. Derrocado Yrigoyen e iniciada una década de ominosas corruptelas, proscripción electoral y escandalosa sumisión no al oro de Moscú sino al imperio británico, el nacionalismo ya no se fastidia con los inmigrantes ni condena el voto popular, sino, bien al contrario, predica la necesidad de un pensamiento que acompañe el surgimiento de un país autónomo y alimentado en el buen criterio de las mayorías. No basta con modificar planes de estudio. Es hora de extirpar los tentáculos económicos mediante los cuales el agresor imperialista manipula gobiernos y empobrece a los pueblos.
Fueron Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz los exponentes más consistentes y enfáticos de aquel nacionalismo popular que encontrará duradero domicilio en el peronismo. Movimiento que vendría a combinar un liderazgo poderoso con soberanías decisorias y afección por los más humildes. Una peculiar experiencia político-cultural que arribaría para contener, en variadas dosis y con rostro transfigurado, los distintos ingredientes que cincelaron su prosapia. Su liberacionismo con el oído puesto cerca del excluido convivió con un rotundo antiliberalismo que en ocasiones lo volcó al exceso autoritario.
Hace cuarenta años, Arturo Jauretche publicó su libro más mencionado, "El medio pelo en la sociedad argentina". Despliega allí una suerte de sociología autóctona, intuicionista, en sintonía con el desprecio que sentía por el cientificismo del intelectual colonizado. Experiencias de vida, conceptos bizarros y una batería de conocimientos libremente organizados, le permiten a Jauretche avanzar en lo que procura demostrar: que la burguesía y la pequeño burguesía, ampliamente beneficiadas por el peronismo, no obstante lo enfrentaron, neciamente encandiladas por la arrogante idioscincracia de las elites.
Portar el medio pelo consiste, finalmente, en aspirar a ser lo que alguien no es. Jauretche no intenta, como el marxismo, concientizar a los obreros para que abandonen el peronismo, sino concientizar a la renuente clase media para que revaloricen a Perón.
Aquel texto, recordado habitualmente por los aspectos que acabo de mencionar, contiene un aparte que vale ahora resaltar. Jauretche advierte que el desencuentro con una clase media objetivamente favorecida por el movimiento peronista, habla de las pilladuras de los mediopelescos pero también de las torpezas de Perón y su círculo de confianza. El culto a la personalidad, recurrentes ofensas a su sensibilidad cultural y su escasa vocación por contener al discrepante, le enajenaron una aceptación que nuestro sociólogo consideraba imprescindible para galvanizar el resquebrajado frente nacional antiimperialista.
Presenciamos en los últimos días un acalorado debate en torno a los denominados "superpoderes presidenciales". En sentido estricto, la facultad del jefe de Gabinete de Ministros de modificar partidas presupuestarias sin solicitar autorización previa del Congreso. Pese al tumultuoso fárrago de palabras, la polémica es conceptualmente sencilla. Que un Poder Ejecutivo reoriente gastos a partir de requerimientos no previstos es tan habitual como imprescindible. No hacen falta catástrofes naturales para justificar esa transitada práctica. Ahora bien, esa facultad no puede ser discrecional ni arbitraria; debe respetar el sentido del voto expresado por los legisladores al aprobar el Presupuesto respectivo. Un tope porcentual al poder otorgado hubiera dotado de plena racionalidad a la iniciativa gubernamental.
Algo más queda claro. Sacar leyes a lo guapo, sin mínimos consensos extrapartidarios y despreocupados por mensurar su posterior impacto en una suspicaz sociedad civil, repone con justeza las sabias recomendaciones de Arturo Jauretche. La agresiva petulancia argumental que exhibió en el recinto la senadora Cristina Fernández de Kirchner, vaya paradoja, dañó gratuitamente la consistencia política de la meritoria gestión presidencial que encabeza su marido.
(*) Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario
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