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 miércoles, 04 de agosto de 2004

Un abogado, un juez y el verdadero museo de la memoria

Carlos Duclos

Se ha debatido últimamente acerca del conocido proyecto del Museo de la Memoria en momentos en que todo parece retrotraerse a tiempos amargos. Y aun cuando es de una certeza indubitable que una sociedad para forjar su futuro no puede ni debe olvidar su pasado, es menester advertir que consustanciarse excesivamente con este pasado a veces no sólo que no construye un buen futuro, sino que compromete el presente. Esta reflexión de hoy la dedico (que se me permita la primera persona) a una madre, a su hijo desaparecido, a una esposa y sus dos hijos y sobre todo, como humilde reconocimiento, a un destacado abogado rosarino que honra a la profesión y a su ideario político y a un juez. Ellos, entre otros es cierto, instalaron, cuando todo era comprometedor, el verdadero museo de la memoria.

No daré algunos nombres para evitar que se refloten, con comentarios inútiles, hechos penosos. En la mañana del 26 de febrero del año 1977, el doctor Juan Bernardo Iturraspe, con coraje y lleno de una fuerte fe en la Justicia, se presentó en los Tribunales rosarinos representando a una madre atribulada cuyo hijo y su esposa habían sido chupados en esa misma madrugada de su departamento de un bulevar rosarino por fuerzas de seguridad. Dormidos, y sin enterarse de la tragedia, quedaron en la casa, solos y desamparados, dos hijitos de la pareja: una nena de dos años y siete meses de edad y un nene de diez meses. El abogado, pese al riesgo que se corría entonces, pidió a la Justicia saber el paradero de Ernesto y su esposa en un escrito de tres carillas. En uno de los párrafos Iturraspe señaló que se presenta "porque entiende el suscripto que es un imperativo de su conciencia hacerlo, por cuanto la desaparición del joven deja en la más absoluta indefensión a dos inocentes criaturas que carecerán del sustento de su progenitor". Finalmente, añade que "es menester que por lo menos se sepa que estos hechos ocurren para que actúe la Justicia que tarde o temprano habrá de llegar". Destaco las palabras imperativo de la conciencia.

La mamá de Ernesto era una mujer creyente y católica y en su desesperada búsqueda le escribe en esos días a Galtieri y al cardenal Raúl Primatesta, presidente por entonces de la Conferencia Episcopal. Del primero no obtiene ninguna respuesta a pesar de ser su misiva emotiva y respetuosa. Del segundo, sí, unas breves líneas fechadas el 24 de marzo de 1977 que decían que se ocuparía del tema "en la desdichadamente exigua medida de sus reales posibilidades. A los catorce días del secuestro se produce un hecho feliz pese a tanta desgracia: es liberada en la zona del Parque Independencia la esposa de Ernesto a quien se le ordena en forma tajante que se vaya de inmediato de la ciudad. Ella viaja a otra provincia y allí se reencuentra con sus padres y sus dos pequeños hijos. No está claro por qué es liberada la joven, pero de acuerdo con lo que ella relataría más tarde al juez es dable suponer que su esposo, en un acto de amor maravilloso y advirtiendo que no habría justicia ni piedad, decidiera cargar con todas las acusaciones y pidiera clemencia para la madre de sus hijos.

Luego de la presentación de Iturraspe, lamentablemente, la Justicia no actuó de inmediato y es recién a mediados del año 1984 que un juez, recientemente designado, descubre la denuncia del abogado y se interesa por el caso: es el juez de instrucción en lo penal de la Justicia provincial y actual camarista Ernesto Martín Navarro. La democracia comenzaba pero había nerviosismo y en círculos calificados se hablaba de una corta duración de la misma. Sin embargo, Navarro quería saber cuál había sido el destino final de aquel joven. Comienza una investigación que contempla pedidos de informes a las esferas castrenses, al gobierno y hasta la propia Conadep que, saturada de trabajo, no acusó recibo de su exhorto. Desafortunadamente, todas las respuestas fueron negativas, nadie conocía el destino de Ernesto. No conforme con esto, y aun cuando todo parecía infructuoso, el juez envió un exhorto a un juez de otra provincia para que tomara declaración testimonial a la esposa del desaparecido. La declaración es extensa y narra vivencias muy amargas. Voy a transcribir sólo algunas de las palabras de la señora: "Los dos primeros días siempre estábamos a oscuras, sentía que en otras habitaciones se torturaba a varias personas. Esa misma madrugada que nos llevaron sentí los gritos de mi marido. Esa madrugada y a la noche siguiente también los escuché. Después también escuché gritos de otros, pero los de mi marido los reconocí. Lo que escuchaba era que decía: ¡basta! ¡basta!, esa era la voz que yo reconocía de él".

No aporta nada a la paz del alma transcribir otros recuerdos de la mujer en ese lugar, quien, debe decirse, no fue maltratada excepto por el gran maltrato que supone la privación de la libertad en condiciones oprobiosas. La narración de aquellos sucesos permitió al juez Navarro tener algunos datos más: se descubre que el lugar de detención era una casa de campo ubicada cerca de Rosario y se identifica a uno de los captores, una persona que había sido el novio de una íntima amiga de la secuestrada. De inmediato el juez pidió informes al Ejército sobre esta persona, solicitando que "se individualice el destino actual, grado, jerarquía y demás datos que faciliten la notificación de comparencia ante estos estrados del requerido". Pero la respuesta fue negativa: "No existe persona alguna" que en el año 1977 prestara servicios en el Ejército con ese nombre, se le respondió al magistrado. Es probable que la persona que vio la mujer perteneciera a "la mano de obra paralela".

Desgraciadamente, Ernesto nunca apareció y pese a los esfuerzos del juez Navarro tampoco se pudo saber que fue lo que ocurrió. La causa se acumuló años después en la Justicia federal abarrotada de expedientes.

La primera reflexión que se me ocurrió al descubrir esta historia es que nadie tiene derecho a extinguir la vida de su prójimo y sumir en la angustia a sus seres queridos. Nadie, de ningún signo, tiene derecho a extirpar la paz de una sociedad y someterla al imperio de la violencia sea esta física o moral. La segunda reflexión es que las sociedades que han padecido un holocausto y han avanzado hasta lograr la plenitud de la paz tan imprescindible no apelaron a la hipocresía ni a palabras y hechos rimbombantes carentes de cimiento. La historia argentina está plagada de protagonistas que borran con el codo lo que escriben con la mano y así es dable observar situaciones asombrosas como la de aquellos dirigentes, políticos o funcionarios (de todos los poderes) que ayer coqueteaban con la derecha y hoy son sublimes progresistas o defensores de derechos humanos. Ciertamente, cualquier edificio para recordar será bienvenido pero carecerá de sentido sino es habitado por el espíritu de la pacificación social y el fuerte deseo de una sociedad en desarrollo. Hay muchos museos de la memoria en el país, genuinos, en donde se exalta la verdad y la justicia, pero que no reivindican la venganza ni el odio como patrón de conducta. Se erigen con las mentes, pero se perpetúan con el corazón. Uno de ellos fue construido por dos de los protagonistas de esta historia: el abogado Juan Bernardo Iturraspe, que, como dije, honra a su profesión y a su ideario y un juez que aun presumiendo que la democracia podía acabar en un santiamén buscó la verdad hace veinte años.

En algún lugar del país tuve la grata ocasión, hace unos días, de estrechar la mano de la hija de Ernesto, una joven maravillosa, universitaria, deseosa, como todos los argentinos, de justicia, de una sociedad donde imperen la paz y la igualdad de derechos y despojada de todo signo de venganza y resentimientos.

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