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domingo,
02 de
diciembre de
2007 |
“El Cairo” según pasan los años
Un libro, editado por Homo Sapiens, recoge historias vividas en el tradicional bar ubicado en Sarmiento y Santa Fe. Este es un adelanto, donde hablan los mozos
de entonces
Perdidos en el anonimato para el recuerdo de la mayoría, los primeros y fundacionales mozos de “El Cairo” —aquellos que durante los primeros años del bar recorrieron diariamente el vasto local bandeja en ristre— tienen, sin embargo, un envidiable orgullo: el de haber iniciado una estirpe de personajes que, ellos sí, perduran en la memoria de los antiguos parroquianos, de los clientes más fieles, con sus anécdotas, sus peculiaridades y sus manías. Algunos, además, brindan testimonio de su paso por “El Cairo”, de cuya escenografía, primero reluciente y después decadente, formaron parte indivisible y de cuyo presente quedaron excluidos, como barridos por un viento de modernidad que todo lo dispersa (...).
Las historias
Rodolfo Chiche Brach bien puede ser definido como el último de los mozos emblemáticos de “El Cairo”, el que acompañó los avatares y vaivenes de la empresa que explotaba el comercio, hasta su cierre. Se contó también entre los que se alegraron de su reapertura y de las reformas que lo devolvieron a la ciudad con características distintas a las que daban identidad al antiguo local. En ese nuevo ámbito no había, sin embargo, lugar para él. Debe ser por eso que sus recuerdos tienen una carga de nostalgia tan grande y que su búsqueda en los recovecos de la memoria sea también a veces la añoranza de una felicidad perdida.
“Yo entré —recuerda— el 1º de diciembre de 1968 y estuve 34 años compartiendo mi vida con la clientela: conocía a todo el mundo. Yo tenía una joyería en la calle Maipú al 1200 y un día trabajando con una herramienta me saltó una esquirla de acero y tuve una lesión muy seria en el ojo, que hizo que no pudiera seguir trabajando. Resulta que los dueños de «El Cairo» eran amigos de mi familia y me ofrecieron entrar ahí; así que pasé de joyero a mozo”.
“Cuando comencé acá —cuenta Chiche— el lugar tenía un ambiente muy bueno, de estudiantes, porque teníamos la Facultad de Filosofía en la calle Entre Ríos. Fue el primer café en Rosario con piso de parquet. El día clásico era el sábado al mediodía: nunca había lugar. Había una mesa de cuatro o de seis, por ejemplo, que estaba ocupada y arriba de ello se sentaba gente. Me daba el lujo de llenar la bandeja con lo que quería y salía y lo repartía ¡Se vendía una locura! Nosotros teníamos como caballito de batalla al Carlitos, sobre todo el especial. Me parece que «El Cairo» fue el primer bar que lo tuvo como especialidad. Creo que es un invento rosarino (...)”.
Chiche Brach asistió durante casi treinta años a los avatares no sólo del bar sino de la cambiante economía argentina, que influía tanto en el rédito del negocio como en el bolsillo de la gente: “Cuando se hizo la refacción había un barman y se trabajaba con tragos largos y cortos. Después eso se fue perdiendo cuando la situación económica fue terrible y se fueron alejando muchas cosas (...). Ahora están los bares chiquitos que se pelean por subsistir. En aquella época estaban el «Savoy», «Remember», un lugar muy chic; «Paco Tío», que tiene su clientela. Cambió mucho todo, pero me acuerdo que en ese momento de «El Cairo», yo vivía de la propina. El sueldo era para invertirlo en mi casa y para el estudio de mi hija. En ese momento se podía: me acuerdo que el primer crédito que tuve fue en el City Bank, que estaba acá enfrente del bar”.
¡Marche un Carlitos!
El memorioso testigo no deja de añorar, aunque sin nostalgia: “En una oportunidad hubo un gerente de un banco con quien tuve una gran amistad y estuvimos hablando de los sueldos, y ahí sí me quedé horrorizado porque (aunque no recuerdo las cifras) yo ganaba lo mismo que él. Yo decía: «¿Cómo puede ser, con la responsabilidad que tiene un gerente bancario?». Yo ganaba el 10 por ciento de la venta, o sea que la superación mía era constante. Si me pedían un «Carlitos», les ofrecía un especial, que valía el doble. O sea que cuanta más gente venía, más contentos nos poníamos. «El Cairo» era muy estricto en los horarios: se abría a las 7 de la mañana y se cerraba a las 2 o a las 3 los días de semana y los sábados a las 4 o las 5 de la madrugada. En esa época los hoteles de los alrededores no tenían servicios de desayuno así que los pasajeros venían al bar y podíamos tener 70 o 80 tazas de desayuno para servir y nuestro depósito era un casi un supermercado. Desde las 7 de la mañana el público que venía era en general de empleados de oficina, comerciantes, viajantes. Era un desayuno rápido y era gente de paso. Cerca del mediodía venían los políticos. Los radicales por un lado. Ultimamente venían los Dunda y traían un montón de gente. Muchas veces vino Rosúa, que era del grupo de la mesa de los políticos. Se acercaban los políticos y grupos de abogados en otras mesas. Había radicales y peronistas y a veces levantaban la voz pero uno se acercaba y enseguida terminaba todo. Siempre hubo un respeto total”.
Después —la voz de Chiche refleja tanta nostalgia como pena— “el bar fue cayendo y no hubo voluntad de resurgir. Creo que es lo que pasa en toda sociedad muy grande. Empezaron las deudas fiscales. En los últimos tiempos comprábamos en «La Gallega». Antes venía un fiambrero y bajaba 10 jamones, 2 paletas de jamón crudo, 20 barras de queso y teníamos para guardar. A lo último comprábamos medio kilo de jamón y dos kilos de queso cortado”.
El Negro Moreyra
El circunspecto Moreyra fue otro de los mozos históricos del bar, a quien no pocos señalan incluso como un integrante adjunto de la famosa Mesa de los Galanes. Tiene la parquedad austera de los criollos o la prudencia de no contar historias que resguarda como secretas, instancias privadas de gente a la que conoció y con la que convivió a diario. Tan austero que casi nadie conoce su nombre y lo menciona por su apellido, que evoca a esos gauchos corajudos que el Negro Fontanarrosa simbolizó en uno solo: Inodoro Pereyra. Sus frases son cortas, como si fueran sentencias o ganas de terminar pronto la conversación.
“Yo —dice— entré a trabajar ahí en el 71. Eramos nueve mozos. Abríamos temprano y de lunes a jueves cerrábamos a las dos de la mañana y los viernes, sábados y domingos a las 4. No era fácil trabajar ahí. Era un trabajo muy intenso, era bravo... Unos 45 panes, 120, 130 docenas de medialunas. Se trabajaba mucho. Los sábados a la noche cambiaba el público porque teníamos una confitería bailable abajo, «Jezabel», en el subsuelo, que era tan grande como el bar; era de los mismos dueños que «El Cisne Blanco». Después hubo una cantina. Eso traía otro público a la noche, pero se trabajaba bien igual. «Jezabel» estuvo muchos años. En un tiempo hubo billar y, cuando lo sacaron, las mesas se vendieron al sur y una sola quedó acá: la tiene en uso el Club Sportivo Avellaneda: es una mesa extraordinaria. Trabajábamos con Brach, con Vinciguerra, con el Negro Bailo. El fue un poco el que llevaba a los compañeros adelante; aparte de estar como delegado era un hombre que nos asesoraba bien y aprendimos mucho. Las relaciones con los dueños eran buenas a pesar de que eran siete los socios de este bar, que tenían también el «Mogambo» en la galería. Los más trabajadores se fueron muriendo: eran gente grande, y así fue quedando el negocio”.
“Se terminaron las cabezas: Juan Ruiz y el griego Tzovani eran los principales, pero se murieron ellos _recuerda Moreyra_ y desgraciadamente eso marchó a la deriva. Los otros se quedaron en el tiempo, siguieron con todo lo viejo, que no era ya para esta época: había caído muchísimo. ¿Quiénes eran todos los dueños? Suárez se los puede decir. A él lo puede ubicar en la calle 9 de Julio. Se llama José Suárez. Dígale que va de parte mía”, concede el parco Moreyra.
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Testigos indelebles. Los mozos, como Chiche Brach, conocen los secretos del bar de entonces.
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