Año CXXXVII Nº 49667
La Ciudad
Política
Información Gral
El Mundo
Opinión
La Región
Policiales
Cartas de lectores


suplementos
Ovación
Escenario
Economía
Señales
Mujer
Turismo


suplementos
ediciones anteriores
Turismo 18/11
Mujer 18/11
Economía 18/11
Señales 18/11
Educación 17/11
Estilo 10/11
Página Solidaria 17/10

contacto
servicios
Institucional


 domingo, 25 de noviembre de 2007  
La capital del norte

Daniel Molini

La ortografía nos jugó una mala pasada en la ciudad de los contrastes. Los encargados de ofrecer ilustración tampoco se esmeraron demasiado, porque al final de la estancia continuamos con dudas acerca del cambio de nombre del suelo que pisábamos: Pekín.

   Según explicaciones de la guía el vocabulario de occidente terminó adoptando la designación preferida por las autoridades chinas, aquella que defiende la forma oficial Beijing -capital del norte- en lugar de traducciones o “apaños” fonéticos adaptados a otras lenguas.

   En la historia, y China la tiene milenaria, cuando llega la luz a una parte de la brújula la opuesta suele oscurecerse, pero por suerte para Nanking -etimológicamente capital del sur-, esto no fue así. Incluso su grafía, antigua, contagiada de lo mismo, pasó a ser Nanjing. De una manera u otra, con acento o sin él, Beijing o Pekín, se manifiesta como una metrópolis formidable que no disimula su enormidad.

   Es en el propio aeropuerto cuando uno comienza a intuir su tamaño, al constatar el tiempo que tarda el avión, circulando a paso ligero, desde el momento en que aterriza hasta que llega a la terminal donde aligera su carga de viajeros. Las autoridades no ponen las cosas fáciles a los recién llegados, y se esmeran en controlar declaraciones y documentos que aseguran no ingresar nada prohibido, que la identidad es la que se dice y el visado correcto.

   Varios mostradores atendiendo filas largas de gente que se encuentra con agentes uniformados. Rostros severos en los funcionarios, que al final, después del último sello, suelen ser juzgados mediante un simple artilugio electrónico. Sonrisas o muecas al lado de un botón que evalúa el trato recibido en migraciones, un detalle que no arregla el caos ni las demoras que lastran a todos los aeropuertos del mundo.



Lo que hay que ver

Ya fuera, en territorio sin paredes, llega el momento de decidir lo que hay que ver. Nadie prescinde de las atracciones célebres de la ciudad o en las afueras: la Plaza de Tiananmen, el Palacio de Verano, la Ciudad Prohibida, algún barrio característico y la Gran Muralla.

   No es fácil encontrar un adjetivo que explique las dimensiones de Beijing. Nuestro hotel, escandalosamente bonito como la mayoría de los que se ofrecen al turismo occidental, se anunciaba en el centro. Al preguntar en recepción hacia donde había que caminar para llegar al casco viejo, el empleado, risueño, contestó que lo mejor sería tomar un taxi, y que 30 minutos después lo encontraríamos.

   Los taxistas, con una destreza fuera de lo común, giran, cambian de sentido y avanzan a fuerza de bocinas, como si estuviesen compitiendo para llegar al lugar solicitado. Allí, al tiempo que señalan el precio en un reloj con números verdes, le regalan al pasajero una sonrisa. Cualquier carrera pagada en yuanes, por larga que sea, parece una broma más que una carga para el bolsillo. La única precaución para utilizar este medio de transporte es llevar escrito en caracteres chinos el sitio adonde se va y al que se pretende regresar, porque los conductores no hablan otro idioma que no sea el propio.

   Tiananmen es un buen lugar donde comenzar las visitas. Se trata de un rectángulo que puede medirse en hectáreas, conseguido gracias a la megalomanía de políticos con gustos por las manifestaciones populares y desfiles multitudinarios. Lo que hoy es un gigantesco espacio de luz fue conseguido demoliendo construcciones centenarias.

   La Ciudad Prohibida, que conserva el tiempo entre sus muros, la limita por uno de sus lados, el que mira al norte. Lateralmente cumplen la misma función edificios más modernos, como el Museo de la Historia China y el Museo de la Revolución, edificios feos, construidos siguiendo el impulso de la arquitectura comunista.

   La Plaza conserva el testimonio de tiempos pretéritos y en ella parece latir la presencia de guardias rojos vivando la revolución con estudiantes enfrentados a tanques, todos confundidos con símbolos que loan a Mao. Un mausoleo, ornado con esculturas que muestran campesinos y militantes, destaca en el conjunto, al igual que el Monumento a los Héroes, obelisco de piedra con una inscripción: “Los héroes del pueblo son inmortales”.

   Reflexiones como ésta, y otras pretendidamente profundas salidas de la pluma del “Gran Conductor”, se ofrecen a los gritos a cambio de pocas monedas: “El Libro Rojo en español, sólo a cinco yuanes”. “Vivir no consiste en respirar sino en obrar”, o “Leer demasiados libros es peligroso”, parece advertir Mao Zedong desde un cartel gigante, colgado del muro que separa la Plaza de la Ciudad Prohibida, justo debajo del balcón donde se proclamó la República Popular China en el año 1949.

   Muchos años después el mundo parece pasar de largo esas sentencias, sin miedo, buscando la Puerta de la Paz Celestial, que da acceso a un mundo de privilegios y emperadores.
enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo



  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados