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domingo,
25 de
noviembre de
2007 |
Los otros hijos de la dictadura
Un nuevo relato de “Historias secretas”, el certamen convocado por la Fundación La Capital. En esta entrega un doloroso testimonio
Ana Claudia Troxler
Taparon sus ojos, callaron sus voces, reemplazaron sus nombres por un número, les expropiaron la libertad y mutilaron su futuro. Treinta mil desaparecidos sufrieron el tormento físico y psíquico durante la dictadura militar de 1976 en Argentina.
El Proceso de Reorganización Nacional, bajo el lema de aniquilar el terrorismo subversivo, inició una de las épocas más tristes y oscuras del país.
El secuestro y la tortura como modo de expresión. El silencio y la desaparición.
Los hijos nacidos en cautiverio se convirtieron en trofeo de guerra siendo “dados en adopción” a las familias de los mismos torturadores.
Hoy, después de treinta años, son muchos los nietos recuperados por las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo.
Pero hay otra historia, la menos conocida o quizás la menos divulgada. Los otros hijos de la dictadura. Hijos de las violaciones o relaciones forzadas, hijos que no encuentran la verdad porque no hay lugar donde hallarla. Como yo, que con mis veintinueve años todavía me pregunto qué pasó, cómo fue, por qué, quién.
El dolor y las palabras
Vengo de una madre a la que el dolor le impide las palabras, a la que en unas vacaciones de invierno la “invitaron” a conocer de cerca los sótanos de la ex Jefatura de Policía y ser una testigo más de la impunidad y la injusticia de esos años.
Nadie más que ella sabe la verdad. Verdad que a veces sospecho y otras prefiero no preguntar.
Una madrugada de julio de 1976, entró a la casa de mi madre un grupo comando de militares y policías, violentaron la puerta de entrada y de un tirón la sacaron de la cama; a punta de bayoneta le preguntaron por mi hermano mayor, que cursaba la secundaria y era coordinador estudiantil. Ella respondió que se encontraba de vacaciones con su padre y aún no había regresado.
Le vendaron los ojos y la subieron a un auto, luego de varias vueltas se detuvieron y la hicieron bajar. Fueron muchas las escaleras espirales que debió recorrer hasta que le ordenaron sentarse en un banco como los de las plazas. De ahí en adelante los interrogatorios serían diarios y eternos, el olor a carne quemada y los gritos de los torturados quedará para siempre en su memoria; aunque pocas veces lo cuente, aunque jure no haber sido sometida a maltrato físico, aunque aparente un semblante firme y seguro.
Lo cierto es que después de estar detenida en un centro clandestino ya nada fue igual.
Para ella la vida volcó a 180 kilómetros por hora. Para mí la vida se hizo luz. Nací al año siguiente en un hogar donde el padre era una sombra sin voz ni nombre. Sin fotos donde encontrar parecidos, sin recuerdos que ayudaran a reconstruir mi historia, si no fuera porque mi presencia lo confirmaba, casi inexistente.
Hoy tengo una familia con lazos fuertes y seguros. Mi hija me dio la paz que busqué durante tanto tiempo, fue concebida desde el amor y la fortaleza. Creo que Dios de alguna manera recompensó tanta angustia e incertidumbre. Creo que la vida siempre da otra oportunidad para reconstruir sobre lo derrumbado.
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