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 domingo, 22 de octubre de 2006  
Tema de la semana
El país no puede admitir que renazca la violencia política

Cuando se hace un balance de las últimas décadas de la historia argentina, que tienen un brutal punto de quiebre el 24 de marzo de 1976, ninguna duda puede quedar en relación con la importancia clave del renacimiento democrático plasmado el 30 de octubre de 1983, momento cenital en que la mayoría de los habitantes de la Nación comprendió que sin la plena vigencia de las instituciones no existía futuro alguno que valiera la pena de ser vivido.

   El clima dominante en los años previos a la más sangrienta dictadura que asolara esta tierra fue el preludio lógico del horror que afloró más tarde. La violencia era, en efecto, el código compartido por demasiados actores protagónicos de la obra que se ponía en escena: izquierda y derecha, nacionalismo, latinoamericanismo o internacionalismo, patria socialista o patria peronista, el lenguaje común en aquella trágica coyuntura fue el de las armas. El terrorismo de Estado —infinitamente más cruel que todos aquellos que lo precedieron— fue la peor de las respuestas ante una situación caótica, signada por el vacío de poder del gobierno constitucional en el marco de la acción simultánea de la guerrilla y los grupos paramilitares de ultraderecha.

   Uno de los síntomas más definitorios de aquella época enferma fue el crudo enfrentamiento entre distintos sectores del peronismo dominante. Y aquellos que tienen los años suficientes y también buena memoria no pudieron evitar recordar lo sucedido en los sangrientos años setenta mientras presenciaban, a través de la pantalla de la televisión, los lamentables sucesos del martes pasado en San Vicente, cuando se trasladaron los restos de Juan Domingo Perón desde el cementerio de la Chacarita hasta el mausoleo construido en la quinta 17 de Octubre.

   La letra chica cuenta que se trató de un enfrentamiento a golpes de puño, palos, piedras y armas de fuego entre dos grupos del todopoderoso aparato sindical. Agregará que sectores del gremio de la construcción y el de los camioneros fueron quienes chocaron a partir de añejos y comprobados rencores entre sus jefes Gerardo Martínez y Hugo Moyano, y que el saldo de la vergonzosa batalla campal presenciada en vivo y en directo por todo el país fue una cincuentena de heridos.

   Pero más allá de los hechos de la crónica diaria, remontando vuelo sobre los detalles de la anécdota que el paso del tiempo sume lenta pero inexorablemente en el olvido, la voz de alerta ya ha sido dada. Y es que la Argentina no puede permitirse el lujo de admitir el resurgimiento de la violencia política. No debe, bajo ningún concepto, cometer semejante error.

   Los patéticos sucesos de San Vicente evocaron, pese a las obvias y profundas diferencias, lo sucedido en Ezeiza el 20 de junio de 1973, cuando el multitudinario acto preparado para recibir a Perón se transformó en una masacre desatada por la derecha justicialista, que intentó impedir que los Montoneros se aproximaran al palco desde al cual el líder iba a dirigirse a su pueblo. Lo que pasó ese inolvidable día fue, para muchos, el comienzo del fin: aquella jornada que debió ser de comunión popular se convirtió en el más nítido reflejo del atroz enfrentamiento interno que latía en el seno del justicialismo.

   Más allá de la similitud de ciertas imágenes —la impúdica exhibición de armas de fuego produjo escalofríos a muchos—, dista lo acontecido el martes pasado de asemejarse al drama colectivo que fue Ezeiza. Pero la violencia desatada no puede ser relativizada, consentida ni olvidada. La única palabra que no debe admitirse en relación con lo ocurrido es impunidad.

   El presidente, pese a las reiteradas imputaciones de “setentista” que le hacen los sectores más encarnizados de la oposición, no parece adherir al clima colectivo en que se produjo el papelón de San Vicente. Sin embargo, Kirchner debería preocuparse por mantener bien lejos de sí a quienes representan modos, procedimientos y estilos ajenos a las normas democráticas. Su mecanismo de construcción de poder, materia en la cual ha probado ser un experto, merece prescindir de dichos execrables elementos.

   El renacimiento de la violencia política no incluye otra lógica que la inherente a la desestabilización: con la economía en plena marcha, el gobierno debe mantener firme el timón del barco y fortalecer las instituciones para diluir definitivamente en el pasado actitudes que sólo han traído dolor a todos los argentinos.
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