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domingo,
22 de
octubre de
2006 |
El cazador oculto: "Un pelotero gigante y descontrolado"
Ricardo Luque / Escenario
Un pandemonio. No hay una expresión que describa mejor la locura que se vivió durante la apertura del Museo de los Niños en el Alto Rosario. Fueron un par de horas, no más, pero parecieron siglos. Gritos, corridas, llantos. El menú habitual de una salida familiar. Pero potenciada por la promesa de diversión sin límites que, desde la fachada, hace ese pelotero gigante inaugurado en el shopping de barrio Refinería. La excitación llegaba al cielo. O mejor, parafraseando al gran Buzz Lightyear, al infinito y más allá. Sin freno, estimulados por el bombardeo de colores, juegos y canciones, los chicos eran como bombas pequeñitas que, sin que hiciera necesidad de que nadie les encendiera la mecha, explotaban aquí, allá y en todas partes. Ruido, alboroto, tumulto. Caras desencajadas. Las de los niños, que miraban a su alrededor sin saber por donde empezar, y las de los padres, que miraban a su alrededor sin saber cómo hacer para terminar. En un rincón, apoyado contra una pared anaranjada, Fabián Gallardo, atribulado, movía los labios apenas perceptiblemente, acaso murmurando una plegaria. Y no es para menos. Estaba rodeado. Un torbellino de alaridos, empujones, risotadas, daba vueltas y vueltas a su alrededor. Eran varios, es difícil saber cuántos, todos sobrinos de Oscar Bertone. Saco, corbata, ojos inyectados en sangre, como un vampiro que espera el amanecer con resignación, el tío intentaba calmarlos. Pero no había caso. Era una explosión en cadena. Al berrinche de un chico, le seguía el de otro y el de otro y el de otro hasta el paroxismo. Para colmo, todo alrededor invitaba al desenfreno. Luces de colores, carteles de grandes marcas, música fuerte. Patricia Dibert, con su bebé recién nacida en brazos, tenía el pelo como si la hubieran enchufado a 220 y los ojos como dos huevos fritos. Andaba a tientas, en la marea de niños sin calma, en busca de su hijo. "Está en el barco", se escuchó a una voz amiga orientarla, justo antes de que se fuera como un zombi, vaya uno a saber a dónde. El único lugar tranquilo era el patio, ahí, con el rostro demudado, ya casi sin fuerzas, estaba derrumbado sobre un triciclo el Pitu Fernández. No hablaba, pero su expresión lo decía todo. Pobre hombre. ¿Quién lo mandó a ser padre a su edad? Una locura.
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