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 domingo, 15 de octubre de 2006  
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Escándalo

En las redacciones de noticias muy a menudo se lee la expresión un escándalo de proporciones sacude a tal país, ciudad o institución a la que le ha tocado vivir o protagonizar el escándalo de turno. El turno escandaloso en estos días (entre otros de los que abundan) circula y transcurre en el congreso de los EE.UU. Como se sabe, ningún agrupamiento de legisladores es más importante en el mundo que el de la potencia number one. No tanto por la importancia en sí misma del cuerpo legislativo norteamericano, sino por el efecto devastador que tiene sobre miles, o más que miles de cuerpos por todos los puntos cardinales dada la arrogancia del imperio.

En lo posible no habría que confundir la arrogancia con cualquier forma de pedantería, en tanto la maldita arrogancia implica decididamente arrogarse derechos que no se poseen, en nombre de los cuales se aplasta al otro. Fundamental y esencialmente por ser otro. Es lo que sucede muchas veces con lo que se denomina la política exterior de los EE.UU., y con toda probabilidad en muchos tramos y aspectos de su política interior. Un escándalo de proporciones es una invitación a reflexionar sobre las proporciones del acontecimiento escandaloso que sacude a determinado segmento social.

En el caso que nos ocupa el segmento social en cuestión es la franja votante (que viene a ser con pocas variaciones sólo la mitad de los votantes posibles) del gran país del norte, que en las votaciones legislativas del próximo 7 noviembre podría llegar a desbancar, es decir desalojar de sus respectivas bancas, a una cantidad suficiente de legisladores (unos 15 por lo que parece) que le harían perder al temible Partido Republicano el control actual de ambas cámaras.

Se podría espontáneamente pensar que el escándalo de marras es la siniestra invasión a Irak, planeado y ejecutado en nombre de una mentira, o de una cadena de mentiras, con respecto a las cuales contaron con la inestimable ayuda del parlamento inglés, a la sazón el más antiguo del mundo. Sin embargo no es así. El escándalo que supera en estos días en una proporción superior a la tragedia de la muerte desparramada en la invasión a otros países, es nada menos que un escándalo sexual.

El legislador Mark Foley era hasta estos momentos el abanderado (sic) en la lucha contra la perversión, en especial contra la perversión de niños y jóvenes. Perteneciente al ala dura del Partido Republicano, es decir a los halcones del partido de los halcones, él mismo un halcón implacable siempre atento y alerta sobrevolando sobre las gentes para captar, denunciar y combatir a los adultos pervertidores. La bomba del escándalo explotó ya que el perseguidor de los pederastas resultó ser uno de ellos. Curiosa parábola de la existencia que hizo que el dedo acusador termine su recorrido señalando al propietario del dedo.

El Partido Republicano lo protegió durante un año pero finalmente todo salió a la luz, como por lo general ocurre en los años electorales, ya que los escándalos sexuales suelen redituar una huida de los votantes que cambian su intención de voto para alejarse de todos aquellos que están sucios por la mancha del escándalo sexual. Sobre todo en aquellos segmentos de votantes a quienes escandaliza más la sexualidad que la guerra. No se trata de dilucidar que es peor, si el abuso o la violación con respecto a los niños, o la violación del territorio y de la gente de un país lejano.

Claro está que para los intereses norteamericanos todo está cerca, lo cual justifica lanzar sus soldados armados como bombarderos en el lugar y en el país que sea. El escándalo sexual adquirió tal dimensión que el legislador Mark Foley tuvo que reconocer su conducta, lanzar su arrepentimiento, e iniciar (dicen) un tratamiento, en definitiva, una admisión pública de su patología, la misma que él se dedicaba a combatir y propagar.

Habría que ver si los escándalos sexuales y los amorosos (que en ocasiones van de la mano) hacen el mismo ruido y tienen los mismos efectos en el Primer Mundo que en el Tercer Mundo. Una hipótesis sin ninguna confirmación podría hacer pensar que en el dichoso Primer Mundo, en su calidad de mundo hipercivilizado, se descuenta que los bajos instintos están más domesticados que en el Tercer Mundo, en tanto éste último vive más cerca del mundo animal que del mundo civilizado.

Claro está que si hay bajos instintos cabe preguntarse cuáles son los altos, y en este sentido si la llamada "política exterior" de los EE.UU. y de Inglaterra pertenecen a los altos, o acaso a los más bajos instintos como sería el caso del legislador pervertido y pervertidor. Lo cierto es que con toda probabilidad no hay instintos en los humanos, ni altos, ni bajos. Al menos no los hay al modo de los instintos en el reino animal que son reguladores de la vida. En términos generales responsables de una vida previsible, salvo intromisión humana. El humano, en cambio, es un ser más bien imprevisible, a pesar de todas las rutinas, capaz en este sentido de las mayores sorpresas, en ocasiones en forma de escándalo como en el caso del senador Mark Foley. Precisamente como no hay instintos en los humanos es que las almas tienen tantos pliegues y dobleces, dobles discursos y abundantes contradicciones que hacen que una sea la conducta pública y otra la privada.

Con todo, es oportuno hacerse la pregunta: ¿sirven de algo los escándalos; aprenden las sociedades y los individuos, tanto sea, de los escándalos, como de las tragedias? Es posible que sólo en una proporción menor. Como señala Castoriadis, lo sorprendente en el humano no es tanto lo que aprende, sino lo que no aprende. En este caso, y en especial la derecha norteamericana, que además de ser exportadora de tragedias persiste en su empeño de moldear humanos derechos, en general con derechos mínimos en los que respecta a sus habitantes, y con derechos más bien nulos en el Tercer Mundo, por ser últimos. Sin embargo el triunfo económico no lleva al triunfo moral, y a algunos humanos para colmo les sale torcido.
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