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 miércoles, 05 de julio de 2006  
Un duro despertar
Alemania comprenderá hoy que el Mundial terminó y que el país está en crisis

Patricio Pron / Desde Alemania

Un sentimiento de una intensidad inusual, algo que a simple vista parecía no estar allí pero, al mismo tiempo, se revelaba y resultaba evidente cuando se observaban los gestos nerviosos de los alemanes. Fue el tono general de la jornada hasta que la pelota comenzó a rodar anoche en Dortmund. Esa ansiedad —que encontró su expresión y su cauce en las empresas que dieron el día libre a los empleados, los profesores que no tomaron asistencia y las demostraciones espontáneas de alegría de todos los que se preparaban para lo que creían sería un gran partido— fue lo que impulsó a los jugadores alemanes a lo largo del encuentro y, antes, durante todo el Mundial, mucho más que cualquier táctica o premio.

  Si se lo miraba bien, resultaba claro que Ballack era neutralizado por cualquier mediocampista defensivo con un poco de oficio, que Schneider y Frings estaban viejos, que Mertesacker y Friedrich temblaban como hojas en cada ataque del rival y que a los más jóvenes, como Podolski y Schweinsteiger, se los comían los nervios. Sin embargo, el equipo era impulsado por el estado de gracia en el que vivían los aficionados alemanes y, por fuerza, todo el país, una deliciosa burbuja de felicidad irresponsable y soberbia que Grosso rompió anoche con un gol perfecto en el que al menos dos defensores alemanes hicieron el ridículo.

  Sin Alemania en el Mundial, el torneo carece de sentido excepto para italianos y, quizás, franceses, que son los que probablemente se encuentren en Berlín en algunos días.

  Finalmente, este era el Mundial de los alemanes, se habían tomado el trabajo de organizarlo y estaba claro que, excepto que un desastre tuviera lugar, iban a ganarlo. Y ese desastre sucedió, pero no fueron los goles de Grosso y del Piero, sino más bien la incapacidad del equipo alemán de hacer frente a un grupo de jugadores convencidos de sus capacidades y en sintonía con su entrenador.

  El de anoche fue un partido para los insomnes, mucho más eficiente que contar ovejas o tomar pastillas, y sólo sirvió para demostrar con cuán poco se podía ganar este Mundial. El equipo de Klinsmann no tuvo ni siquiera ese poco; sólo el apoyo extraordinario de un país que, sumido en una de las crisis económicas más importantes de las últimas décadas, se aferraba al fútbol para ser lo que probablemente le gustaría ser siempre, con Mundial o sin él: un país normal, donde ni las emociones ni el patriotismo debieran ser reprimidos.

  No hubo grandes demostraciones de dolor después del encuentro, ni en Dortmund ni en otras ciudades; tan sólo algo de resignación y un poco de sorpresa, como si el país fuera un sonámbulo que se despertara debajo de un puente y en ropa interior. Muchos gritaban aún por Alemania pero ese grito estaba más dirigido a darse aliento a sí mismos que a su equipo, al que aún le queda un partido en este Mundial.

  Quienes se fueron a la cama temprano no lo sabían o preferían no recordarlo, pero hoy iban a despertarse con el mayor aumento de los impuestos de los últimos tiempos, que la canciller Angela Merkel coló hábilmente en estas semanas de euforia para complacer a la industria farmacéutica. Sería un duro despertar, sin dudas, pero alguna vez había que despertarse.
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