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 domingo, 02 de julio de 2006  
Nota de tapa
La construcción de un golpe militar
En "Arturo Illia: un sueño breve" los historiadores César Tcach y Celso Rodríguez investigan la trama que llevó al derrocamiento del presidente radical el 28 de junio de 1966

En el año 1966, un informe de la Cámara de Comercio de los EE.UU. confirmaba indicios alentadores para la economía argentina, destacándose, entre otros aspectos, una cosecha agrícola excepcionalmente alta y la disminución del desempleo. En realidad, el informe se ajustaba a los auspiciosos indicadores que aportaban los datos de la macroeconomía: crecimiento del PBI de un 8% entre 1964 y 1965, aumento de las exportaciones, crecimiento del empleo industrial. Sin embargo, el descontento socio-político y la actividad golpista eran independientes de los indicadores económicos. Sus claves se encontraban, más bien, en el creciente proceso de autonomización del actor militar y en la progresiva militarización de la política que experimentaba la sociedad argentina.

Desde influyentes revistas dirigidas a un "público líder" (cuyos integrantes operan como amplificadores del mensaje) o simplemente atento y sensible a la vida política, como Primera Plana y Confirmado, se insinuaba cada vez con mayor vigor que los partidos eran estructuras caducas e ineficientes, y sus políticos fáciles presas de la demagogia en una época signada por el dinamismo, el marketing, los ejecutivos jóvenes y exitosos. Desde su óptica, la modernización exigía "superar" al parlamento, empantanado de retórica antigua y dañino populismo. La primera era financiada por Raimundo Richard, representante de la empresa francesa Peugeot en Argentina. La segunda tenía como principal capitalista a un empresario vinculado al negocio de los combustibles, William Reynal, dueño de una compañía aérea (ALA, más tarde, Austral), y contaba también con el apoyo económico de grandes empresas como Fiat. Ambas revistas tuvieron el respaldo de altos mandos del Ejército y jugaron un papel relevante en la doble tarea de destruir la reputación pública de Illia y construir la de Onganía. La eficacia de su cometido se asociaba, paradójicamente, con su capacidad para satisfacer la creciente sofisticación cultural de los amplios e ilustrados sectores medios. Festejar el happening o celebrar la inauguración del Instituto Di Tella no entraba en contradicción, más bien estaba en consonancia con la ridiculización de la figura presidencial e inclusive la de su esposa, cuyas ideas y pautas de conducta eran retratadas con los atributos de lo vetusto y perimido.

Esta campaña golpista no era ajena a la transición que se experimentaba en las Fuerzas Armadas. Ya no se trataba de reemplazar al peronismo por un sistema de partidos trunco como en 1955, sino de sustituir la política por la administración. Por consiguiente, el antiperonismo trocaba en un antipartidismo generalizado. Ese antipartidismo, a su vez, se nutría de la adopción -por las Fuerzas Armadas- del principio de la guerra interna.

Desde 1960, al amparo de la doctrina de la contrainsurgencia francesa en Argelia, los militares argentinos expresaban incluso en sus declaraciones públicas que el país estaba en guerra contra la subversión, identificando ésta con un amplio abanico de fuerzas peronistas y de izquierda. En 1960, el general Mario Artuso, jefe de la II División de Ejército con base en Paraná, sostenía: "Nuestro país está en guerra. Este es un hecho positivo que el Ejército debe afrontar. El enemigo se encuentra activo y trata de imponer doctrinas foráneas, y por una acción psicológica y de falsos espejismos, pretende alterar el alma de nuestro pueblo". Como puede apreciarse, los militares no identificaban a sus enemigos con un contendiente bélico, sino con quienes atentaban -en virtud de sus ideas- contra el alma del pueblo, o un metafísico "ser nacional". Ese mismo año, el comandante de la IV División de Ejército -con base en Córdoba- advertía:

Las Fuerzas Armadas están en guerra (...) No reconocer el estado de beligerancia es quedar detrás del movimiento y no participar en lo que debe ser una verdadera cruzada nacional. Desgraciadamente, existen todavía muchos argentinos que se niegan a vivir esta realidad, con lo que cooperan, inconscientemente, con la acción de infiltración del enemigo.

Por cierto, esa acción de "infiltración" a la que se aludía, tenía en los partidos políticos uno de sus escenarios principales. El libro "Guerra Revolucionaria Comunista" del general Osiris Villegas -publicado primero por el Círculo Militar y luego por la porteña editorial Pleamar en 1963- era elocuente al respecto. La definición del enemigo izquierdista con el cual se estaba en guerra, se ampliaba a revistas literarias, grupos de teatro, bibliotecas populares y centros culturales y recreativos. La "cooperación inconsciente" potenciaba hasta el paroxismo el campo de prerrogativas de la acción militar. En este sentido, cabe recordar que durante la presidencia de Frondizi, el plan Conintes (Conmoción Interna del Estado) autorizaba la participación de los militares en la represión interna.

Entre 1964 y 1965, el itinerario del discurso público de Onganía hundía sus raíces en ese proceso agudo de militarización de la política. El 6 de agosto de 1964 sostuvo en la V Conferencia de Ejércitos Americanos celebrada en West Point, Nueva York, que los militares debían obediencia a la Constitución y a las leyes, pero no necesariamente a sus mediaciones institucionales, dado que éstas -autoridades electas, partidos políticos- podían desvirtuar sus fines o estar impregnadas por ideologías exóticas. Al año siguiente, defendió en Río de Janeiro, junto a los jefes de la dictadura brasileña encabezada por el general Humberto Castelo Branco, la "doctrina de las fronteras ideológicas", cuyos principios suponían una redefinición sustancial de las funciones de las Fuerzas Armadas en América Latina. (...)

Onganía presentó su renuncia el 22 de noviembre de 1965. El detonante fue su disconformidad con el nombramiento como nuevo secretario de Guerra del general Castro Sánchez. Por tratarse de un militar de menor antigüedad que el propio Onganía, consideraba que Illia había roto una suerte de código no escrito de los militares argentinos. A su parecer, el gobierno habría violado "principios éticos". Su reemplazo por el general Pascual Pistarini abría un abanico de interrogantes, al menos por tres motivos centrales. En primer lugar, porque contaba con un amplio prestigio dentro de las Fuerzas Armadas. Entre diciembre y mediados de enero, fue objeto de dos demostraciones de solidaridad por la totalidad de los generales en actividad, incluyendo al propio general Pistarini. En segundo lugar, porque lo sucedía en el cargo uno de los militares más identificados con su política. En tercer término, porque contaba con importantes apoyos en el mundo político y periodístico. Este último aspecto era crucial, porque la figura de Onganía tenía la peculiaridad de ser "potable" no sólo para los militares, sino para amplios sectores peronistas y antiperonistas.

Tras la renuncia de Onganía, la actitud asumida por algunos presidentes de bloques parlamentarios desnudaba la soledad del gobierno nacional. Paulino Niembro, presidente del bloque de diputados peronistas, declaró que después de Perón, el militar que más admiraba era Onganía. Asimismo, el presidente del bloque de diputados nacionales de la UCRI, Ataulfo Pérez Aznar, presentó un proyecto de interpelación al ministro de Defensa, Leopoldo Suárez, a raíz de la renuncia de Juan Carlos Onganía. El proyecto sostenía que el Poder Ejecutivo había introducido "un factor político de distorsión de su disciplina interna, en momentos en que el país afronta problemas de seguridad nacional que exigen la máxima cohesión de los cuadros de las Fuerzas Armadas". Frente a los apoyos civiles a Onganía, la reacción gubernamental fue ambigua. El ministro Palmero hizo una declaración que oscilaba entre la candidez y el doble discurso: "Soy el primero en lamentar el alejamiento de ese jefe, brillante y pudoroso, que ha hecho honor a la estabilidad institucional".

La actitud asumida por sectores relevantes de la oposición parlamentaria estaba en consonancia con otros aspectos de su comportamiento legislativo. La reticencia de los distintos bloques legislativos bloqueó peligrosamente el tratamiento del presupuesto nacional para el año 1966. Ante la negativa, en abril de ese año el presidente envió un mensaje al parlamento, en el que reiteraba la necesidad de su urgente tratamiento, al tiempo que el propio ministro de Defensa, Leopoldo Suárez, acusaba al congreso de presionar al país. Como respuesta, siete bloques -PJ, UCRI, MID, PDP, PDC, PSA y Alianza Misionera- elaboraron un despacho conjunto favorable a la prórroga del presupuesto del año anterior, como norma de emergencia. De esta manera, se desplazaba el proyecto de presupuesto 1966 y se pretendía restringir el margen de maniobra del gobierno nacional. Asimismo, fue rechazado el proyecto de reformas impositivas con las que el gobierno pretendía hacer frente a las demandas del sector educativo.

El boletín de la UCRP, difundido en mayo, describía lo ocurrido en el congreso nacional recurriendo a la vieja figura del contubernio. Al respecto señalaba que "las fuerzas más heterogéneas" y "los intereses más dispares" se unieron para rechazar la aprobación de los recursos con los que el Poder Ejecutivo contaba para financiar su presupuesto general de gastos del nuevo año. En ese contubernio, confluirían "políticos sin votos" con "supuestos representantes de masas sociales desorientadas". Como consecuencia de esta situación, el proyecto de presupuesto no fue aprobado nunca, pese a estar durante siete meses y medio en el Congreso nacional.

Ciertamente, en algunos aspectos el diagnóstico de la UCRP era certero. Se estaba asistiendo a la confluencia golpista de sectores peronistas y antiperonistas otrora enfrentados. En otras palabras, se estaban comenzando a sentir los efectos de la confluencia -en los hechos- de la oposición "liberal conservadora" con la "nacional popular". A esa conjunción no era ajena la presencia de grupos minoritarios de la extrema derecha nacionalista y clerical. En cualquier caso, quedaba clara no sólo la falta de responsabilidad política de los legisladores, sino también la tibieza de fe de los políticos argentinos en el sistema de partidos. Si Matera condenaba "el polipartidismo disgregador de la nación", Frondizi auguraba, en marzo de 1966, la inminente estructuración de "un vasto movimiento nacional" que rescataría a la Argentina de su postración. Los partidos, pues, parecían estar en contra del sistema de partidos. Su lógica distó de ser impermeable a la del "pacto corporativo". Y a la postre, operaría como furgón de cola de las posturas militares más duras. En una cena organizada al mes siguiente para conmemorar el levantamiento militar del 2 de abril de 1963, el coronel (R.) Humberto Magallanes era didáctico al respecto: "Nuestra lucha no será por el triunfo de un partido, sino por la supresión de todos los partidos".
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El presidente Illia en la apertura del período de sesiones en el Congreso nacional, en 1966.

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