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 domingo, 25 de marzo de 2007  
El oficio de escribir
Un periodismo en acción
A 30 años de su desaparición, Rodolfo Walsh permanece como un intelectual ejemplar: en esta entrevista, publicada por la revista Siete Días en 1969, repasa su vida y sus elecciones

El 18 de diciembre de 1956 la noticia de que un presunto fusilado durante el amotinamiento peronista del 9 de junio escapó al ajusticiamiento y gozaba de libertad sorprendió a Rodolfo Walsh, un periodista muy oscuro que escribía notas —algunas notas— para Leoplán.

Pero no vivía de eso, sino de las traducciones del inglés y francés. También escribía cuentos policiales, “a veces con mi nombre y a veces con seudónimo”. Una historia alucinante, en una noche que bordeaba el fin de año en un impensable bar de La Plata (“donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas”) lo decide a intentar una conversación con ese sobreviviente. Su nombre: Juan Carlos Livraga.

Allí empieza una larga, minuciosa investigación. Mientras ella dure, Walsh pasará a llamarse Francisco Freyre, será portador de una cédula falsa y un revólver, dejará su casa de La Plata para ocupar una más disimulada en Tigre o un rancho en Merlo.

Cuando la serie “Operación Masacre” empezó a publicarse en el desaparecido semanario Mayoría —con el subtítulo “Un libro que no encuentra editor”— Walsh fue presentado como “uno de los dos o tres mejores escritores de relatos

policiales de nuestra lengua”. Lo cierto es que, con o sin hipertrofias, esa biografía comenzaría a cambiar.

Nacido en Choele-Choel, Río Negro, hijo de una mujer que vivió “entre cosas que no amaba: el campo, la pobreza”, R. W. explicó a Siete Días “el cambio decisivo que se produce en mi vida cuando mi padre deja de ser un mayordomo

de estancia para pasar a ser un chacarero y de ahí a peón desocupado.

Para mí fue un cambio decisivo porque he estado a caballo, hablando en términos de clase.

He pertenecido hasta el año 30 a una clase acomodada, de burguesía media. Entonces un mayordomo de estancia era un personaje, sobre todo allí en Río Negro”.

Después de la bancarrota, del colegio irlandés para huérfanos y pobres que le abre sus puertas el 5 de abril de 1937 —y que aparecerá clara (en “El treinta y siete”) o desvaídamente (“Irlandeses detrás de un gato”) en sus cuentos—

y antes de anclar defi nitivamente en el periodismo, limpió ventanas, lavó copas, puso un negocio de antigüedades. Por entre todos esos trabajos van a despuntar dos libros de cuentos —”Los oficios terrestres” y “Un kilo de oro”— y

una obra de teatro, “La granada”. Todos recibidos con cataratas de elogios, por una critica entusiasta que lo señala —sin vacilaciones— como uno de los más talentosos narradores argentinos y le exige desde entonces la novela que —

todavía— no ha podido escribir. El periodismo lo cobija como a uno de sus mejores noteros. Las palmas las había ganado internándose en el Norte con los hacheros, en los mataderos, en el leprosario de la isla del Cerrito. Ese periodismo que él llamará “de acción” —del que “¿Quién mató a Rosendo?” es el mejor ejemplo— va a filtrarse por todos los resquicios de su vida, a empujarlo a la militancia, a impedirle escribir la novela que él también está esperando.

—¿Qué era ideológicamente Rodolfo Walsh antes de “Operación Masacre”?

—Hasta 1957 yo era nacionalista. Aunque jamás fui antiperonista, cuando se produjo la caída de Perón estuve de acuerdo con el hecho. El primer suceso que me hace pronunciar políticamente es lo que sucede a partir de “Operación

Masacre”. Allí se me caen un montón de vendas e ilusiones. Es cierto que empieza como una curiosidad periodística, pero el comienzo mismo fue tan transformador que desde un principio me sentí haciendo otra cosa: cumpliendo una función política más o menos consciente. Por otra parte, en 1959 viajé a Cuba, donde estuve un año y pico. Allí vi por primera vez una revolución en

acción, me interesé por la teoría revolucionaria, empecé a leer algo —no mucho—, descubrí una línea que perdura hasta hoy.

—¿Cómo se definiría ideológicamente?

—-Evidentemente, tengo que decir que soy marxista, pero un mal marxista porque leo muy poco: no tengo tiempo para formarme ideológicamente. Mi cultura

política es más bien empírica que abstracta. Prefiero extraer mis datos de la experiencia cotidiana: me interno lo más profundamente que puedo en la calle,

en la realidad, y luego cotejo esa información con algunos ejes ideológicos que creo tener bastante claros.

—¿Ha renunciado a la literatura?

—De ninguna manera. Lo que probablemente suceda cuando escriba una novela es que recogeré en ella parte del material, del espíritu, de la denuncia de mis libros anteriores. Durante años he vivido ese vaivén entre el periodismo y la

literatura, y creo que se alimentan y realimentan mutuamente: para mí son vasos comunicantes. Creo que en mis notas sobre los frigoríficos o los obrajes, por ejemplo, los contactos que hice implicaban posibilidades literarias futuras, al margen de que confirmaban mi militancia política.

—¿Por qué, entonces, no escribió una novela?

—De alguna manera, una novela sería algo así como una representación de los hechos, y yo prefi ero su simple presentación. Además uno no escribe una novela

sino que está dentro de ella, es un personaje más y la está viviendo. A mí me parece que los fusilamientos y la muerte de (Rosendo) García tienen más valor literario cuando son presentados periodísticamente que cuando se los traduce

a esa segunda instancia que es el sistema de la novela.

—Sin embargo usted tiene una novela empezada.

—Es cierto, y en este momento me inspira grandes nostalgias. Volver a ello no depende de mí sino del mundo exterior. Si sobreviniera una de esas épocas tranquilas o de estancamiento que me permitiera escribir, lo haría porque quiero escribir. No es que busque pretextos —como dicen por ahí— para no escribirla. En este momento vivo un movimiento oscilante entre el periodismo

de acción, que me exige estar en la calle, escribir con grandes apuros y terminar, tal vez, un capítulo o dos en un día, y el repliegue para escribir fi cción. Entonces escribo con gran dificultad cinco líneas por día y recupero el tiempo que no he podido leer.

—Pero hay quienes dicen que Rodolfo Walsh es incapaz de escribir una novela.

—Lo que pasa es que mi novela se complicó mucho porque abarca épocas diferentes. A medida que la iba escribiendo encontraba dificultades ocultas. Comprendí que ignoraba muchas de las cosas que quería decir y no me quedó

más remedio que buscarlas. Leer, releer, investigar, buscar testimonios:

un enorme trabajo de documentación. Yo creo que sí puedo escribir una novela, pero lo que está en crisis —al menos en lo que a mí atañe— es el concepto mismo

de la novela. Es decir, toda la novela, lo que podríamos llamar las relaciones falsas del género como tal.(...)

—¿Por qué empleó técnicas distintas en sus libros “periodísticos”?

—En “Operación Masacre” yo libraba una batalla periodística “como si” existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos parcialmente. Eso no era únicamente una

viveza; respondía en parte a mis ambigüedades políticas. “¿Quién mató a Rosendo?”, en cambio, es una impugnación absoluta del sistema y corresponde a otra etapa de formación política.
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Una pasión. El ajedrez, el juego y el mundo del que lo sacaron los hechos de “Operación Masacre”, según relató Walsh.

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