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 domingo, 03 de abril de 2005  
El día que intentó detener la Guerra de Malvinas

El 11 de junio de 1982 el Papa visitó la Argentina en su intento de parar la guerra que por las Malvinas libraban Argentina y Gran Bretaña. El Pontífice besó el suelo al desembarcar en Ezeiza. Con 62 años, mostrando una figura atlética desusada para un religioso de su investidura, Juan Pablo II fue recibido por el entonces presidente Leopoldo Galtieri; el primado de la Argentina, cardenal Juan Carlos Aramburu, y el nuncio apostólico Ubaldo Calabresi.

Sus primeras palabras fueron para ratificar su cariño por el país. “Mi presencia aquí quiere significar hoy la prueba visible de ese amor en un momento histórico tan doloroso para vosotros como es el actual”, dijo.

En la tarde de ese 11 de junio, Karol Wojtyla presidió una misa en la iglesia de Nuestra Señora de Luján, a la que asistieron más de un millón de personas. Al día siguiente, otra multitud similar lo acompañó en Palermo. “Vengo a orar por los que perdieron la vida. Por las víctimas de ambas partes”, dijo repetidas veces en todos sus mensajes por la paz. El 12 de junio, a las 16, partió con destino a Roma.

Durante la misa en el santuario de Luján, el Santo Padre comenzó su homilía señalando: “Amadísimos hermanos y hermanas. Ante la hermosa basílica de la Pura y Limpia Concepción de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor. A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz. A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se le acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

“Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios! ¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios! Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar al fondo del alma del gran pueblo argentino, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre. Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la Nación Argentina. De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación. Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

El 10 de abril de 1987, Juan Pablo II volvió a la Argentina. Y un día después sería recibido en Rosario, a la que se tralsladó movido —dijo— por su inmensa devoción a la Virgen María. En la Capital Federal, el Pontífice condenó la desocupación, las injusticias sociales, las condiciones laborales degradantes y “todo lo que sea una clara violación a la dignidad del trabajador”, al hablar ante una multitud concentrada en el Mercado Central porteño. Instó a no confundir la actividad sindical con la “lucha de clases”, que a su criterio constituye “una concepción ideológica e históricamente errónea cuyas peores consecuencias terminan por caer sobre los hombres y las mujeres del mundo laboral”.

En su “Mensaje al mundo del trabajo”, sin duda el de mayor relevancia política y pastoral de los pronunciados hasta ese momento en la Argentina, el Papa consideró “una pena” que faltase “la solidaridad entre los trabajadores” y afirmó que “no podéis aceptar que los mayores esfuerzos del asociacionismo laboral se esterilicen en inoperantes litigios políticos, que en ocasiones instrumentan vuestros anhelos con el fin de alcanzar posiciones ventajosas”.

Admitió, empero, como necesario “el diálogo entre trabajadores y políticos”, al que reclamó “constructivo, que no mire sólo a los intereses de las partes, sino al bien de toda la gran familia argentina, en perspectiva latinoamericana e inclusive mundial. La gran meta del sindicato —dijo recordando su encíclica Laborem Exercens— ha de ser el desarrollo del hombre, de todos los hombres que trabajan, y para ello son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad entre los hombres del trabajo”. Agregó que “esforzándonos por ser solidarios, poco a poco lograréis contener los efectos de la degradación o la explotación, y los sindicatos serán un exponente en la construcción de la justicia social”.


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