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 domingo, 03 de abril de 2005  
El encanto secular de un gran comunicador

Peer Meinert

Ya estaba viejo y enfermo cuando celebró sus grandes triunfos. No eran palabras, sino gestos, los que entusiasmaban al mundo. Juan Pablo II dio a la Iglesia Católica un rostro mundialmente visible, inconfundible y claro. Un ejemplo fue su visita a Jerusalén en el Jubileo del año 2000. Con mucho esfuerzo, Juan Pablo II se arrastró hasta el Muro de los Lamentos, él solo, junto a las cámaras de televisión y los millones de personas que seguían el acto en todo el mundo.

El hombre de blanco rezó y, siguiendo la tradición judía, introdujo en una de las grietas del Muro una “carta” a Dios. Las cámaras enfocaron el papel. En él se podía leer una petición de perdón por las persecuciones a los judíos.

“El gran comunicador”, lo llamaban muchos. El que tuvo la oportunidad de verlo de cerca no puede evitar recordar que de joven fue actor. En sus años de estudiante se desempeñaba entre escenarios, aunque en realidad quería ser poeta. Ya aprendió en aquella época. Los gestos, tanto grandes como pequeños, que durante sus más de 26 años de pontificado atrajeron tanto a fieles como a laicos, son la marca de su mandato. Lo admiten incluso los críticos.

Un buen ejemplo de esto es lo ocurrido el 16 de octubre de 1978. El humo blanco sale de la chimenea de la Capilla Sixtina. El nuevo Papa se muestra desde el balcón de la basílica de San Pedro. Apenas acaba de ser elegido y ya rompe el protocolo. Se dirige a las personas congregadas en la plaza de San Pedro y dice: “No sé si, eh, si me puedo expresar bien en su idioma, si cometo errores me corrigen, ¿sí?”. Era Papa desde poco más de una hora y ya había conquistado los corazones de los italianos. Lo dicho, era “el gran comunicador”.

Los periodistas intentaron resumir lo especial del hombre. “El encanto secular del Sumo Pontífice”, lo llamaron. Alabaron su humor, lo fotografiaban. “Ningún Papa trató antes de presentarse como un hombre corriente”, opinó el autor de una de sus biografías, el español Juan Arias. En otra ocasión consideró que si Juan Pablo II hubiera presentado “de repente a su esposa y sus hijos, sería un gran escándalo, pero al mismo tiempo una cosa completamente normal”.

Karol Wojtyla no sólo fue el primer Papa de la historia que presentó su biografía, fue seguramente también el primero que de joven, en su ciudad natal, Cracovia, quiso ser actor antes de optar por los hábitos. Su vocación por el sacerdocio no se manifestó hasta que cumplió 23 años.

“Es muy probable que haya tenido una novia”, escribió Juan Arias. Indignado, Juan Pablo II rechazó semejante especulación. En su juventud, Lolek —como lo llamaban sus amigos— fue un buen alumno, apreciado por sus compañeros. Su pasión fueron siempre las largas caminatas y el esquí. También practicaba natación. Tanto le gustaba nadar que para mantenerse en buen estado físico hizo construir, ya siendo Papa, una piscina de tamaño olímpico dentro del recinto Vaticano.

A principios de los años 60, durante el Concilio Vaticano II quien se convertiría años más tarde en el jefe máximo de la Iglesia Católica impresionó a los cardenales, obispos y prelados que participaban en una excursión al zambullirse en el mar en traje de baño, mientras aquellos, en sotana, sólo osaron mojar sus pies.

Una juventud traumática

Según él mismo confesó, su momento más oscuro fue cuando halló muerto a su padre. Apenas contaba con veinte años y Karol Wojtyla experimentó entonces la más absoluta sensación de desamparo. El joven no sólo quedó huérfano a partir de ese momento, sino que no tenía otros parientes a quienes recurrir. A los nueve años ya había perdido a su madre y su hermano murió poco tiempo después.

“En la adolescencia Wojtyla vivió con su padre en un hogar pequeño y oscuro. No es una persona alegre, por más que se esfuerce por parecer jovial”, opinó el biógrafo Arias sobre el religioso polaco que luego iba a ocupar el Trono de Pedro.

Por esto, pese a su humor y sus ironías, el Papa no dejó de sufrir durante toda su vida. El hombre que pocos años antes de su muerte apareció junto a Bob Dylan en el escenario, pasó el final de su vida en una silla de ruedas. Hace pocos años entusiasmaba al público cuando jugaba con su bastón. Lo elevaba en el aire o lo utilizaba como un bate de béisbol. Lo movía siguiendo el ritmo de la música. “Yo soy el que lleva el bastón. El bastón no me lleva a mí”, decía, y la gente lo aclamaba.

A pesar de sus desdichas, nunca le faltó el humor y la chispa. Cuando en 1992 tuvo que someterse a una complicada intervención de intestino, el obispo polaco Josef Michalik le dijo: “Santo Padre, se le ve mejor que antes de la operación”, a lo cual el Pontífice le respondió: “¿Y por qué no se opera usted entonces?”.

¿Qué Papa fue tan de este mundo que hasta se lo nombró socio honorario de un club de fútbol? Durante una gira por Alemania, Wojtyla aceptó este honor del club alemán Schalke 04 sin dudar un instante.

Su franqueza desarmaba y no sólo rompió tabúes papales. El modo en que se refería a sus enfermedades atentaba contra todo protocolo del Vaticano. “Los Papas mueren, pero no se enferman”, era la consigna en la Santa Sede antes de Wojtyla. Las enfermedades se consideraban una deshonra.

Juan Pablo II, por el contrario, pidió a sus feligreses que rezaran por él las veces que tuvo que ingresar al hospital. En este contexto, Arias escribió: “Después de Wojtyla, ser Papa ya no será lo mismo”.

En sus últimos meses de vida, las cámaras de las grandes cadenas de televisión apuntaron a él sin piedad. Sus ojos perdieron poco a poco su brillo. Se veían cansados. Las cámaras grababan incluso mientras le caía saliva de la boca. Pero pese a todo, el Papa no tiró la toalla. (DPA)
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