|
domingo,
29 de
julio de
2007 |
[Biografía irreverente]
Del río tibio al sol de oro
Angélica Gorodischer
Nació con eso tal vez, no sé; se me ocurre. A lo mejor los diablos de la picaresca nadaron en la misma agua tibia en la que él nadaba meses antes de pegar el primer grito que, no me contradigan, debe haber sido una carcajada. A lo mejor movía los dedos según un ritmo secreto que preanunciaba la historieta. A lo mejor oscuramente, silenciosamente, difusamente sabía que en el primer cuadrito Don Inodoro andaría oteando el horizonte y que en el segundo los loros se le vendrían encima protestando y que en el tercero Mendieta daría un consejo sobre la resignación, caramba. A lo mejor al abrir los ojos la vio a la Eulogia palo de amasar en mano dispuesta a ajusticiar vinchucas.
Vaya una a saber. No creo en la predestinación, pero algo hubo, algo se trajo de ese limbo que nos han quitado con un decreto de necesidad y urgencia. Porque si no no me lo explico. No me imagino de adónde puede haber salido la semilla de tanta perfección.
Germinó, eso sí (es que no podría haberse secado, ni con decreto), y jugó al fútbol y vio películas de combois y de piratas, y siguió moviendo los dedos en un ritmo secreto pero ya no en el agua sino en el aire y en el papel. Y fue a lo que entonces se llamaba Escuela Industrial y se sentaba en el último banco, agachadito, silencioso, a escondidas de sus profesores, y dibujaba sus historietas y todo lo que no contribuyera a la gestación de sus personajes dejaba de tener importancia.
Siguió jugando al fútbol y vio películas de Antonioni y se hizo cada vez más amigo de cada vez más amigos, y leyó textos que iba transformando como quien perfecciona complicados planes para el futuro.
De ahí salieron sus parodias y creo que quien las leyó jamás podrá olvidar la Ilíada que se llamó “Sur, Partenón y después”; y poco a poco, detrás de las letras, al ritmo de la respiración y de la observación, fueron naciendo los personajes. Ya no eran los dibujitos del escolar y de pronto, detrás de todo lo pactado y lo ensayado, floreció en “Hortensia”, ópera: letra y música del Negro Fontanarrosa.
(Fuera como fuese, los dibujitos del escolar jamás se perdieron, jamás se olvidaron, y figuraron en primer término en la retrospectiva que el Museo Castagnino hizo de sus obras).
Era linda la Eulogia en ese tiempo, linda y sexy; y cuando él se fue, lo lloramos desconsoladas porque no sabíamos por qué se había ido. Hasta que lo descubrimos y tuvimos que reconocer con Don Albert que Dios no juega a los dados, y con Don Sigmund que no hay casualidades.
Vimos sus dibujos en “Boom” y en otras revistas y en libros cuando Daniel Divinsky empezó a publicar a Boogie y a Don Inodoro Pereyra. Vimos obras que teatralizaban sus historietas; lo vimos a él en la peatonal, en su despacho oficial de El Cairo, el viejo Cairo, el de veras, el de antes. Empezó a teñir todo con su humor dibujado, su humor escrito, su humor hablado. Lo que nos maravillaba era eso, que no era una pantalla, ni una pose, ni una exhibición, sino que era su manera de vivir. Hay gente así. Es poca, pero la hay. Mozart fue uno de ellos. San Francisco de Asís fue otro. El Negro no era un genio de la música ni (por suerte) un santo. Pero como ellos su vida era su oficio. No al revés sino así, como lo escribo: su vida era su oficio. Y su oficio era el humor y nos daba su vida a cada paso. Yo creo que no podía evitarlo. Tampoco quería, pero si hubiera querido, que era imposible que lo quisiera, le hubiera sido imposible lograrlo. Quiero decir que había en él algo de totalizador. ¿Cómo en todos y todas, me dirá usted? Sí, pero en general ese algo es confuso, vacilante, contradictorio. Muchas veces son esas cualidades negativas las que nos hacen tan interesantes. En el caso del Negro Fontanarrosa no había grietas. Las habría, no digo que no, íntimas, secretas, tal vez inaccesibles porque nadie que sea humano puede dejar de tenerlas. Pero el humor brillaba como un sol de oro, un solcito que teníamos al alcance de la mano.
Fue ese sol el que cubrió su vida, el que lo llevó al éxito, a la fama, a la celebridad; el que lo sacó de nuestros límites y lo paseó por el mundo; el que va a impedir que lo olvidemos. Lo castigó duro y eso tampoco vamos a poder olvidarlo. Pero ha dejado su estela, como dejan los soles de oro, una luz que nos hace ver el mundo de otra manera, los cuentos, los dibujos con los que podemos reírnos a carcajadas con él, como aquella vez, la primera, cuando el río tibio lo trajo hasta nosotros.
enviar nota por e-mail
|
|
|