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domingo,
29 de
julio de
2007 |
A los clásicos con humor
Sus versiones de los textos canónicos de la literatura aparecieron en los años 70 en Satiricón y se siguen leyendo
Diego Colomba
Teatro y cine, melodrama y radio, historieta y literatura... Cultura de las trasposiciones, vienen llamando semiólogos y estudiosos de la comunicación a esa deriva interminable en la que textos, medios y lenguajes intercambian reglas, espacios y retóricas, sufren mutaciones, reversiones y reescrituras, son citados, aludidos, misturados. Estos cruces siempre han acontecido de alguna manera, pero no con la virulencia y la riqueza con que se producen desde el siglo veinte a esta parte, bajo el influjo creciente de los medios masivos de comunicación.
“Los clásicos según Fontanarrosa”, una serie de historietas que parodian textos canónicos, es sin duda un producto representativo de esta cultura. Publicado en formato libro casi tres décadas atrás, la obra reúne trabajos aparecidos en la mítica revista Satiricón. En enero de este año alcanzó su sexta edición como prueba inequívoca de su aceptación pública.
Según declaraciones del mismo autor, su trabajo sobre los clásicos no surgió por la presión que ciertas lecturas eruditas pudieran haber ejercido sobre un historietista profesional. Fontanarrosa intuyó que en los clásicos había un filón para explotar humorísticamente y por ello se abocó a la lectura de las adaptaciones infantiles de Billiken, al tiempo que recordaba sus tempranas lecturas de la colección Robin Hood o la escucha de algún radioteatro basado en un clásico literario. Sus versiones, en cierto sentido, se acoplarían así a una larga cadena de traiciones.
Si se atiende a su etimología, la voz “parodia” sería algo así como cantar de lado, en falsete. En ese sentido, las parodias de Fontanarrosa estarían cantando con otra voz, en otro tono, las melodías clásicas. Un suerte de enunciación deforme, un contracanto apoyado en un pentagrama que hace de modelo pero al que no se quiere o no se puede, por cierta fatalidad existencial —la de ser un provinciano formado en la lectura de historietas y colecciones infantiles, por ejemplo—, serle fiel.
Sin embargo, no por esto la transformación a la que se someten los textos cae en lo satírico. En un trabajo sobre “la narración del humor” en la literatura argentina, el escritor Pablo De Santis señala que la convivencia con el modelo que supone la parodia en Fontanarrosa “es una acto de amor con respecto de aquello que es parodiado”, “un rescate, una salvación”. Si es cierto que todo chiste tiene que ver con una verdad, en la contratapa de “Los clásicos” el rosarino agradece la colaboración de aquellos autores “sin cuya inestimable, invalorable e involuntaria ayuda, no hubiese sido posible esta obra”.
La factura del libro exhibe procedimientos que han sido explotados con solvencia en sus creaciones de más largo aliento, como “Inodoro” o “Boggie”. Su humor es preferentemente literario, esto es, muchas veces puede prescindirse de las imágenes —exceptuando “Pabis, Gurus, Laxos & Praxis” y “Moby Dick”, donde el dibujo gana expresividad— sin que el efecto cómico se deteriore o debilite.
Fontanarrosa es harto sensible a los giros coloquiales, a los clichés, a las jergas, a los refranes, para viciar, viñeta a viñeta, el aire sagrado o solemne que pudiera desprenderse auráticamente de algunas de las historias de origen, que a veces parecen meros trampolines para lanzarse al disparate verbal. Para ello, suele asimilar rasgos de estilo —como las paráfrasis y las adjetivaciones en “La Ilíada” y en “La Odisea”, el hipérbaton y la aliteración en “Otelo”— para deformar los argumentos a través de referencias a la canción popular, las prácticas y costumbres nativas, los sucesos de la actualidad, los productos de consumo masivo.
Esa relación desprejuiciada con la literatura que siempre exhibió Fontanarrosa desdice hasta cierto punto la invitación que recibiera por parte de la Real Academia Española o el mismo énfasis con que durante varias décadas algunos estudiosos —en un impulso populista o iluminista, según el caso— intentaron dotar a la historieta de rango literario, aseverando que se trataba de una “literatura marginal”, o de esteticidad alta, llamándolo “noveno arte”, cuando en realidad se trataba de un modo relativamente nuevo, masivo y artesanal a un tiempo, de contar historias con imágenes y palabras, en algunos casos, rebosantes de humor.
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