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 domingo, 23 de julio de 2006  
Tránsito letal: esta vez, la responsabilidad es nuestra

Se sabe: los argentinos somos expertos en chivos expiatorios. Cada vez que un cataclismo nos devasta, cada vez que una catástrofe se desencadena sobre el tejido social de la Nación, existe siempre un culpable ajeno, muchas veces distante, siempre demonizado. Los nombres de tales villanos de turno varían de acuerdo con el devenir histórico, pero inevitablemente se presentan cuando el desastre aparece. Llámense imperialismo anglonorteamericano, Fondo Monetario Internacional o Federación Internacional del Fútbol Asociado (Fifa) según sean el caso o la situación con sus mayores o menores niveles de dramatismo, ellos están allí y nos detestan a causa de nuestra notable prosperidad, evidente superioridad o talento innato, razones suficientes para desatar sobre el país todas las plagas y maldiciones imaginables. Pero hay casos en los cuales tan oportuno chivo expiatorio, símbolo e imagen de la escasa capacidad de autocrítica que nos caracteriza, resulta invisible. Uno de los más notorios tiene que ver con la intolerable cantidad de accidentes de tránsito que se registran en la Argentina, con su dolorosa estela de víctimas fatales.

Los expertos lo saben bien: los motivos dominantes a la hora de enumerar los disparadores de los siniestros automovilísticos suelen ser la impericia o, mucho más grave aún, la imprudencia de los conductores. Por cierto que también aportan su grano de arena el preocupante estado de muchos tramos de la red vial, las malas condiciones meteorológicas o las fallas de índole mecánica, pero tal cual lo refleja de manera cotidiana la crónica periodística a lo largo y lo ancho de la República es el “factor humano” que tan bien describió el inolvidable Graham Greene el que se posiciona en primer lugar en la carrera sin sentido que lleva hacia el desastre.

Antes de recaer en el análisis del elemento cultural como principal responsable de las elevadas cifras de víctimas fatales en las rutas argentinas, no conviene omitir otros datos cruciales, a saber: la cada vez mayor velocidad que desarrollan los modernos vehículos, no sólo automóviles sino colectivos y camiones, en muchos casos escasamente acorde con las condiciones en que se hallan los caminos y con la pésima educación vial de los conductores; la todavía demasiado baja cifra de autopistas existentes y el tantas veces preocupante estado en que se encuentran numerosas rutas; el importante número de vehículos obsoletos o en paupérrimas condiciones de mantenimiento que circulan en el país. Todos ellos, fuera de cualquier duda, son elementos que contribuyen a crear un marco general de peligrosidad, que se ve sin embargo decisivamente reforzado por el aspecto cultural, es decir por el mínimo apego a las normas de tránsito, el individualismo y la audacia lindante con la inconsciencia que se destacan entre los rasgos del argentino medio, mas allá de que toda generalización siempre resulte cuestionable.

Los ejemplos que podrían darse de tan denostable comportamiento son múltiples, pero como la tarea periodística se alimenta por lo general de la coyuntura es a ella que apelaremos para brindar uno cercano en la faz cronológica: la madrugada del lunes pasado un accidente involucró a tres colectivos de larga distancia y dos vehículos en la ruta nacional 11, cerca de la localidad de Las Garzas, a 362 kilómetros de la capital de la provincia de Santa Fe. El saldo resultó luctuoso: diez muertos y cuarenta y un heridos. Y si bien la colisión se produjo en una zona cubierta por la niebla, que tornaba prácticamente intransitable la cinta asfáltica —la cual, además, estaba húmeda, el principal detonante de la tragedia fue el mal cálculo de uno de los conductores que intentó un sobrepaso fatal, desencadenante del violentísimo choque.

Se trata, por cierto y lamentablemente, de apenas un caso más de los tantos que se registran por año en la Argentina, con epicentros críticos como la provincia de Entre Ríos, donde hasta el pasado martes ya había fallecido este año un total de ciento diecinueve personas como consecuencia de accidentes de tránsito.

Y aunque ya se lanzó una ponderable iniciativa para impedir que los colectivos de larga distancia salgan en caso de niebla cerrada, y el refuerzo de los controles vehiculares constituya un deber impostergable para mejorar la dramática situación imperante, la deuda a saldar es otra: quien conduce, maneja un arma en potencia. Hasta que la conciencia del prójimo reemplace al individualismo prepotente y el respeto por las reglas haga lo propio con la indiferencia, el color de las cosas continuará siendo oscuro.

Y esta vez, los únicos responsables somos nosotros.


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