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 domingo, 23 de julio de 2006  
Interiores: congelados

Jorge Besso

Pareciera haber un consenso en que los inviernos ya no son como los de antes. Como si existiera una gigantesca bisagra climática que se empezó a mover por los sesenta, o los setenta, cerrándose probablemente por los ochenta, dejando sumergido en el depósito del siglo pasado los inviernos más duros, que sólo ocasionalmente nos sorprenden con algunos de aquellos días de tiritar. Esto sin dejar de tener en cuenta los cambios y progresos en materia de calefacción, en tanto la nuestra, es decir la de muchos, era una infancia sin calefacción.

Infancia con estufas y palangana con alcohol de quemar, que mi madre Paulina encendía con un fósforo para lograr un calor nítido pero tan efímero que luego había que bañarse aferrado al recuerdo de ese calor tan breve. En aquellos inviernos, con una puntualidad muy precisa, volvían cada temporada los sabañones, en las orejas o en las manos o en las zonas más expuestas al frío. Consistían en una suerte de granos, o de hinchazones (aunque no sé precisar su estatus orgánico) pero sí resultaban muy molestos porque producían una picazón muy intensa con lo que al rascarse se entraba en un calor más efímero que el de la palangana.

Como la red de gas aún no se había desplegado, el kerosene era el personaje principal en las casas desprovistas de hogar con leña a la hora de cocinar y de calentar el ambiente. El resultado era un confort más bien precario y, sin embargo, cuando las estufas funcionaban, tanto el cuerpo como el alma se reconfortaban al ver y sentir el fuego azulado. Cuando se producía el pasaje del fuego azul al rojo amarillento era una señal inequívoca de problemas con el aparato. Era el turno de mi padre Luis Besso, un luchador incansable, especialmente en sus batallas con el gasificador, instrumento muy sensible y proclive a ensuciarse, y que venía a ser el alma de la combustión a kerosene.

Hoy por hoy el panorama es bien distinto. Las voces ecológicas que son las menos escuchadas por la sociedad, vienen alertando desde hace años, como quien predica en el desierto, sobre el peligro precisamente de desertización del planeta que se va recalentando. Amenazando ciertamente con descongelar el polo norte para la segunda mitad del presente siglo, combinando la desertización con la inundación de las ciudades portuarias. El resultado es un milagro de estos tiempos: el progreso genera involución.

Como se sabe el progreso también genera comodidad y confort en cotas jamás imaginadas, en casi todos los rubros y áreas. No escapa a esta constante las relación del humano con la temperatura, dependiendo en gran medida de la condición social del ser expuesto a la intemperie, o a resguardo de la misma. En realidad no se trata de la naturaleza, sino de la sociedad que produce dos grandes clases de seres: los que tienen envoltura social (en sus diferentes clases y segmentos) y los desnudos sociales, expuestos a una lucha cotidiana entre ser un blanco o encontrar un blanco. Es decir entre atacar o ser atacado.

Desde hace años en la complejidad y a la vez en la simplificación del humano en su relación con la temperatura y el paso del tiempo, aparecieron unos nuevos productos para escapar a ciertas leyes de la naturaleza: los congelados. Habitantes de grandes heladeras o freezer, apilados y manipulados por los seres del autoservicio en que nos hemos convertido, o bien nos han transformado. Una especie rara de empleados en negro, sin paga, ni jubilación. Divertidos o aburridos hacemos nuestro pase por las góndolas y por los congelados para llevar desde medallones de lo que sea y patitas surtidas, hasta los más variados helados y demás postres. Son congelados que vienen a simplificar la vida de todos los días.

En cierto sentido la vida se ha simplificado mucho, y en buena medida por los congelados que eliminan una serie de pasos en la elaboración de las comidas. En suma, se trata de una simplificación por congelamiento, confirmando que las sociedades actuales, al modo de una novela de Saramago, van sumando congelados que apilados en sus correspondientes estantes van consolidando una confusión contemporánea: la asimilación de ser con existir. Como no podía ser de otra manera hay una variedad de congelados:

u Congelados de la política.

u Congelados de la ideología.

u Congelados de la economía. Y demás.


Son partes del mismo congelamiento ya que
tanto la política, como la ideología y más aún la economía están congeladas por la burocracia del poder, más el poder de la burocracia, ya que hoy todos hablan de democracia sin ejercerla y fundamentalmente evitando su ejercicio. Como se sabe el frío es conservador, y por lo tanto cumple funciones generalmente de conservación lo que lo hace extraordinariamente útil para la vida de todos los días. Pero no es demasiado bueno para el alma, como de algún modo lo sentencia el saber popular cuando descalifica a alguien por tener frío en el alma o la variante un poco más actual del pecho frío.

Este es un tiempo de notables contrastes: un planeta que se va recalentando al punto de brindarnos inviernos ligth, y por otro lado seres que se van enfriando, o bien seres ya congelados en el poder o alrededor del mismo, en los countries, o en los múltiples cotos ideológicos, pero también y muy fundamentalmente en los congelamientos de la nostalgia donde se logra el milagro patológico de detener el tiempo y los contenidos de una época. Lo que en definitiva ocurre, o puede llegar a ocurrir en cualquiera de los centros o rincones de las sociedades, de forma que las existencias se consuman en la redundancia molestando lo menos posible. Pero, por cierto y por suerte hay (o puede haber) anticongelantes: en el arte, en la amistad, en la ciencia, en algunas ocasiones en la política, y en los múltiples núcleos visible o invisibles de creaciones en las sociedades. Sin duda productos y humanos más bien calientes, ya que el frío conserva pero no renueva.
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