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 domingo, 02 de julio de 2006  
En bote por el río Paraná
Relato de una travesía de tres días entre Puerto Gaboto y Rosario y un regreso con viento en contra

Eduardo Schreiber

El deseo de recorrer el río nos permitió organizar una pequeña travesía en bote desde Puerto Gaboto hasta Rosario. Después de mucho tiempo de organizar la salida, la concretamos un fin de semana que se extendió tres días y nos permitió afrontar las imprevisiones del río, la fauna isleña y nuestras propias fuerzas.

Partimos a las 10 de una guardería ubicada al norte de Puerto Gaboto en un bote prestado por el Club de Regatas Rosario. La flota usual del club tienen una eslora de 7,5 mts y una manga (ancho) de 1,3, con capacidad para cuatro personas, de las cuales dos reman y dos timonean o dan la dirección. Están totalmente construidas en tablillas de cedro y su hechura data de más de 50 años, con un mantenimiento excelente.

Los integrantes de la travesía fuimos Tito Lanzonne, Horacio Belluscia, Guillermo Giampietro y quien esto escribe. Las edades del grupo abarcan desde los 47 a los 61 años, lo cual generaba dudas sobre la posibilidad de concretar los objetivos propuestos. No era sólo la distancia que teníamos que cubrir en tres días de remo, sino también la convivencia en un grupo reducido, en un medio de relativa hostilidad, sometidos a un esfuerzo considerable y a un cansancio que nos llevó casi al límite.

Zarpamos con unos cien kilos de carga entre las carpas, mudas de ropa, alimentos, enseres de pesca y bolsas de dormir; con la proa hacia la isla que se encuentra frente al río Coronda, una postal de tranquilidad y belleza.

Casi en la costa opuesta buscamos el arroyo Las Cañitas con la ayuda de un pescador y comenzamos a navegar con correntada en contra.

El paisaje variaba entre barrancas de poca altura y bajíos, enmarcado por arboledas y pastizales de distinta altura, que sumado a la escasa anchura del riacho nos acompañó unas tres horas hasta arribar al arroyo El Bellaco. Lo remontamos durante media hora hasta llegar a un sitio que consideramos apropiado para acampar. Era un lugar al que se accedía luego de subir por una barranquita de cuarenta centímetros, con pasto bajo y gran cantidad de sauces que proveían de protección contra el viento y de leña para las fogatas. Más adentro, la costa descendía hacia una gran laguna seca tapizada de pajonales y pastos bajos.

Las lomadas de tierra y arena, formadas por alguna creciente extraordinaria, eran sustrato de espinillos y algunos timbó. Hacia los ojos de agua crecían enormes flores de irupé, algunas de más de un metro de diámetro.

Ese fue el marco en el que armamos las carpas justo a tiempo para proteger el alimento y la ropa de una llovizna que empezó a caer tenue a las 15.30 del sábado, hasta convertirse en una lluvia persistente de dos horas de duración. A pesar del agua, pudimos encender un excelente fogata que duró toda la noche y nos permitió abrigarnos y cocinar al día siguiente.


Señales
A unos metros de las carpas, Guillermo encontró varias mudas de pieles de víboras, lo cual nos alertó. Pero no vimos ninguna serpiente durante toda la acampada. Ni los mosquitos fueron un problema ya que, después de las lluvias, la temperatura bajó acompañada por el soplido del pampero - desde el sudoeste- que duró hasta el último minuto de la travesía. Y que no ayudó para la remada final.

Al atardecer, asamos una boga al mejor estilo isleño, con brasas y llamas de leña, que realzaron la calidad de la carne con un exquisito sabor ahumado. La sobremesa duró hasta la medianoche y después de unos cuantos amargos, empezamos a buscar descanso al abrigo de las carpas.

La jornada siguiente empezó dos horas antes de la salida del sol. La primera tarea fue reavivar el fuego y tomar unos mates mientras veíamos el lento clarear de un día espléndido. En ese momento la temperatura rondaba los siete grados y las últimas estrellas daban lugar a un lento amanecer.

Toda esa jornada la dedicamos a descansar, hacer algunas caminatas, pescar y planificar la remada del día siguiente, estudiando con los mapas los mejores rumbos para cubrir el trayecto en el menor tiempo posible. El almuerzo y la cena fueron bastante copiosos para afrontar mejor el esfuerzo del otro día. El cielo era despejado, con un sol intenso y fresco que seguía soplando en sentido contrario a la dirección que debíamos remar para el regreso.

El tercer día, a las 6 de la mañana, rearmamos el equipo y cargamos el bote repartiendo el peso de modo equilibrado. Zarpamos a eso de las 9, luego de comprobar que no nos olvidamos nada y recoger los desperdicios. Media hora después volvimos al Paraná que nos recibió con un viento sur de unos 30 kilómetros por hora, olas importantes y una resistencia que nos hizo estimar la llegada a Rosario cerca de las diez de la noche.


El pampero
Para evitar viento y oleaje no tomamos los caminos diagonales, que podrían haber ahorrado distancias, sino el borde de la costa en pos de protección.

Así costeamos la isla El Zambo y la costa oeste del río Coronda, de altas barrancas, y por lo tanto abrigo. Al bordear la isla Correntoso perdimos momentáneamente el control del bote. Un remanso del cual salimos con esfuerzo nos retuvo entre olas de medio metro de altura en una zona de aproximadamente 250 metros de diámetro.

Seguimos sin alejarnos más de 100 metros de la costa, cambiando de remeros cada hora para recuperar fuerzas sin perder ritmo ni velocidad. Contábamos la distancia que nos faltaba observando las boyas del canal, que indican el kilometraje, a veces a simple vista y otras con prismáticos. Hasta la llegada no volveríamos a bajar del bote. No paramos ni para un descanso ni una comida.

Varias veces, al pasarnos algunas lanchas, el viento nos trajo el comentario de sus tripulantes, que se pueden resumir en: "están locos, a remo" .

El paisaje de barrancas altas sólo se interrumpió en Bella Vista, puerto San Martín y San Lorenzo, donde el tráfico de los grandes barcos nos hizo redoblar la atención especialmente al pasar junto a las terminales y puertos de carga de cereales.

Unos treinta minutos después de avistar el puente que une Rosario con Victoria, arribamos al club. Fueron diez horas ininterrumpidas, más de 33.000 remadas para recorrer los 60 kilómetros de la última etapa. Eran las 19, y habíamos cumplido el objetivo: una travesía por lugares desconocidos y un desafío a nuestras capacidades y limitaciones.
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Mates, fuego y pesca acompañaron la travesía por el corazón de la isla.


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