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 domingo, 02 de julio de 2006  
Foul, paredón y después
Una escritora argentina residente en Berlín propone una mirada sobre el Mundial desde su impacto en la vida cotidiana de los alemanes

Esther Andradi

He vivido otros mundiales aquí en Berlín. En el 86, antes de la caída del muro, ví la final de Argentina versus Alemania en el Tempodrom, el legendario local que ya no existe y que bajo una enorme carpa circense convocaba a transgresores de la música, el arte y el fútbol. En la pantalla gigante que había instalado el Tempodrom, y junto a varios miles, seguí el partido donde Argentina venció a Alemania y sentí que podía gritar los goles como si estuviera en casa. Es que el Tempodrom era también mi casa. Extranjeros y alemanes vivaban al unísono. Extraño pero cierto. Porque el tema nacional no era un sobreentendido en la Alemania Federal de posguerra y muchos jóvenes no cantaban el himno y la bandera no era prenda que se agitara en público.

En 1990 vi como la arbitrariedad de un arbitraje cercenaba las esperanzas y con el desconsuelo de Maradona, en casa lloramos todos. Los amigos alemanes y los extranjeros. Alemania se llevó la copa pero al día siguiente los paredones de los puentes de Berlín amanecieron con graffitis de una brocha inflamada de bronca. Argentina, Argentina. Estaba escrito en los tapiales el grito sofocado en el estadio. Bramaba el corazón de furia en las calles bajo los puentes de Berlín. Argentina, Argentina...

Ahora el mundo es un globo y gira en torno a esta ciudad. Berlín se ha llenado de pelotas y banderas. Cuartillas y cuartillas en la prensa diaria intentan explicarse esta euforia en torno al equipo de Klinsmann y los colores de la bandera se reproducen en calles, periódicos, ropas. Nacionalismo no, dicen los políticos, es patriotismo afirma Ballack, el capitán de la Selección. Banderas en los automóviles, en los colectivos, en la sopa. La propuesta económica del Mundial intenta el remate poco probable que permita al país salir de la recesión y aliviar la desocupación. La FIFA ha invadido con pelotas de todos los tamaños y gustos, panes como pelotas, salchichas como pelotitas, balones de regalo para cada usuario de la compañía telekom. En este país donde la apertura de negocios está altamente regulada, de pronto los horarios fijos están en offside. Flexibilización laboral en boutiques y supermercados abiertos hasta la medianoche para permitir que la hinchada salga de compras después de ver los partidos. Y un golazo definitivamente insuperable de la campaña "El mundo de visita donde amigos": en estas privilegiadas semanas la información en la red de subtes de Berlín se hace en francés, inglés y español, además de alemán.

Pelotazos como cañonazos en la televisión, la política que discute el presupuesto y la Canciller robándole tiempo a su cargadísima agenda para vivar en las tribunas al equipo de Klinsmann. Podría traer a su marido a la cancha, dijo un comentarista que no pudo reprimir su impulso, como si fuese posible ubicar detrás de Angie Merkel a algún hombre que no sean sus socios de la gran coalición. Con la excepción del Kaiser mandamás de la Federación del Fútbol de Alemania.

-¿Y usted, no mira el partido? -le pregunto a la cajera del súper.

-No, está prohibido en el trabajo, pero oigo los goles de Alemania -me dice, sonriendo, y señala las ventanas del edificio de enfrente

-¿Sólo los de Alemania? -me asombro.

-De los otros ni idea, sólo sé que juega Alemania, y si gana está todo bien -responde.

Más allá del fútbol, lo que la gente vive en este Berlín es único. La fiesta de la hinchada, un predio habilitado con tres pantallas de proyección gigantescas en el parque de Tiergarten y a las puertas de Brandenburgo, convoca récords de público en cada juego. Claro que también salen argentinos, ecuatorianos, ingleses, suecos o brasileros con sus respectivas banderas a festejar sus propias victorias y clasificaciones. Y las ventanas de la ciudad ostentan, como nunca antes, la pluralidad que convive en estas calles. Sin ir más lejos, en el edificio donde vivo flamean banderas coreanas, italianas, alemanas... y argentinas por supuesto. Los Ministerios de Turismo de Costa Rica y Ecuador han revestido construcciones enteras llamando la atención sobre las bellezas naturales de sus países, aprovechando una posibilidad única: cuatro semanas para que los alemanes detecten ese punto en el mapa y acaso decidan a visitarlos. Pero la clase de geografía dura poco, pronto quedan otra vez los equipos de siempre disputando el título entre sí, una mayoría de equipos europeos y los moscardones inevitables -Argentina y Brasil- merodeando la sopa.

Pronto terminará esta fiesta de un puñado de invitados millonarios y millones de plebeyos felices de vivar a su bandera frente a una tribuna gratis y el reflujo dejará toneladas de basura. Papeles y envases de cerveza vacíos alfombrarán el inevitable camino a la resaca. Con el último silbato se esfumarán árbitros ineptos, goles que no fueron, fouls que no se cobraron, penales regalados, orsais de mentira y el escándalo de los comentarios racistas y siempre discriminatorios de la tevé -y no sólo de la alemana. El mundo que rota en torno a la cancha volverá de golpe a la realidad. Hasta dentro de cuatro años, cuando el teatro del pelotazo cubra otra vez el escenario de algún país de este planeta azul... y que a veces, también, nos gusta imaginarlo celeste y blanco.
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El mundial se juega en cada espacio de Berlín.

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