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 domingo, 02 de julio de 2006  
Interiores: el súper

Jorge Besso

Desde hace muchos años el súper vino a trastocar para siempre la relación cotidiana con las cosas. No sólo con respecto a los objetos, también con relación a los sujetos, ya que el super constituye un territorio, es decir un espacio y un tiempo en que los encuentros son devorados por los desencuentros. Sobre todo porque la mucha gente que camina por los súper básicamente circula y compra, o sólo circula, sin hablar con nadie, apenas entre los integrantes del equipo de compras y muy poco con el ser que casualmente encuentre, precisamente por las presiones de la circulación.

A pesar de los esfuerzos críticos, de las fobias a las aglomeraciones como consecuencia de las oleadas de ofertas, o del simple rechazo que puede producir esa suerte de exhibición capitalista que representan los grandes supermercados, es más o menos imposible negar el atractivo con mezcla de agobio que producen estos curiosos templos que muy lejos de convocar al espíritu sacralizan a la materia. La combinación de súper más shopping transforma al templo en una catedral constituyendo una cita más o menos obligada con el consumo, pero también con las desigualdades sociales.

Igual a lo que sucede con los templos religiosos, en las adyacencias de estas catedrales de la materia, están los indigentes a la espera de que algún comprante deje caer algo que le sobra. Por lo que se puede observar tal mínima dádiva no sucede demasiado, ya que los indigentes que por razones obvias no poseen tarjeta de crédito, tampoco tienen terminales que les permitirían aceptar una donación, aunque más no sea en tres pagos, con lo que el indigente no sólo es un desprovisto de tarjetas, sino esencialmente un desprovisto, una especie de mezcla de indio y gente, muy lejos por cierto de ser gente.

En muchas ocasiones el peregrinaje de compras comienza por el parking, dividido en niveles, que en el caso de las catedrales del consumo más top tienen calles internas relucientes, con líneas amarillas también relucientes, que no se despintan como las de las calles externas que, como se sabe, son para la circulación común. Ya en esos depósitos se pueden notar nítidamente los diferentes niveles de la gente de acuerdo al vehículo que deposite, pues es muy distinto el brillo material y el social que irradian ciertos rodantes que culminan la exhibición con un sonido de alarma anti robo muy especial, más seco, y un poco más perdurable en la memoria. Aunque no en la de los ladrones, que seguramente no han de fijarse en estos detalles, y por lo tanto no se intimidan, ya que justamente no son tímidos.

Salidos de las límpidas cocheras se penetra en los niveles de compras o esparcimiento donde la gente circula dándose citas regulares en las góndolas de su predilección, o su adicción, o su decisión, o acaso de su indecisión que también se observa. En el predio del súper como tal, un objeto rodante de la mayor importancia es el muy popular carrito, esto es para el comprante medio o maxi, ya que el comprante mini dispone de unos pequeños canastos, fiel reflejo de su escasez de medios, de su soledad, o de ambas calamidades. O simplemente es el caso de una compra ocasional que por lo general se nota instantáneamente.

Los carritos me producen cierta fascinación, no por su estética más bien miserable, sino por la demostración de abundancia cuando circulan rebosantes y desbordantes de comidas y demás, donde se evidencia que hay una familia organizada o desmesurada, nunca se sabe. De todos modos siempre y cuando sea una familia del tipo hétero contará con la bendición implícita o explícita del Papa Benedicto. Una mínima antropología del carrito mostraría los hábitos, usos y costumbres de una familia, o de un segmento familiar determinado. Así como hay equipos de estudiosos de los restos urbanos para extraer señales y pistas sólidas de los comportamientos y tendencias del consumo, del mismo modo una antropología del carrito rebosante mostraría el estado, el tipo de insumos y los objetos más seleccionados por las familias antes de que pasen al estado de restos, información extremadamente útil para los indigentes que podrían disponer de datos más precisos en su recorrido en busca de los mejores contenedores, es decir poseedores de los mejores desechos.

Semejante transferencia de información sería un puente entre la riqueza y la pobreza que ayudaría, es cierto que en cuenta gotas, a una distribución de la bendita riqueza en lugar de la actual propagación de la maldita pobreza. Antes no había góndolas. Sólo existían las que navegan por Venecia, generalmente transportadoras de amores con felicidad obvia, o de turistas japoneses; había en cambio estanterías que no estaban al alcance de la mano del adquiriente, sino que se dependía de la mediación con las cosas que estaban a cargo de un vendedor, seres que se preciaban, y en general, demostraban conocer a los objetos y a los sujetos. Hoy el súper es un gigantesco vendedor silencioso, paradójicamente muy ruidoso, cuyos brazos tentáculos son las góndolas donde todo está al alcance de la mano, pero no siempre del bolsillo. También son conocidos como bocas de expendio, ya que ahí se expenden fundamentalmente las materias que entraran por las bocas de los consumidores que pueden consumir.

Hace ya muchos años la sociedad acuñó su propio nombre y se dio a llamarse a sí misma: sociedad de consumo. Encandilados por el consumo o ensombrecidos en los márgenes, la sociedad de consumo se va consumiendo a la gente. Se podría decir a su gente. Pero no es así. La sociedad es una sociedad anónima (S.A.), un verdadero supermercado al que pertenecer es un privilegio como rezaba el eslogan de un plástico emblemático. Con todo no desesperar, en el mundo todavía hay mucha gente que reza. El problema es que muchas veces son los consumidores de gente. En cambio, están los que rezan y están los que no rezan, pero que además de festejar la lucidez son capaces de alegrar y alegrarse para no consumir su vida como dicta el mercado.
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