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 domingo, 09 de octubre de 2005  
El viaje del lector: Sapa, la aldea más enigmática de Vietnam

Sapa es el frío en persona. Es realmente el efecto antisociable que producen las temperaturas bajas. Todo cierra cuando la luz del día no "alumbra" más, cuando el día de nubes grises se convierte en una noche llena de niebla, lluvia y frío. Sólo quedan las brasas encendidas de los puestos de comida bajo una tenue luz, protegidos del agua por una amplia sombrilla de colores llena de humo.

Las niñas de las etnias, con sus manos teñidas por la ropa color índigo, ya no caminan más con sus manteles, remeras, pulseras de plata falsa e instrumentos de música. El dinero, que de mano en mano se pasea por las calles, duerme en paz. Las pocas hosterías cierran sus puertas y en las calles las luces del alumbrado se desconectan hasta el amanecer.

Nuestros días fueron sumamente aventureros. Junto a Badou, amigo francés-senegales, escapamos a cualquier tour organizado, improvisando otras alternativas. Caminamos por las pequeñas carreteras, cruzamos puentes de madera sobre ríos salvajes y visitamos aldeas, pueblos de las etnias de la montaña, con sus colores, olores, sonidos y ropas típicas. Yo llevaba una armónica y en una suerte de circo improvisado, tomaba piedras del camino para hacer malabares ante las miradas atónitas de quien pasaba a nuestro lado.

Dos veces tuvimos oportunidad de ser bienvenidos a una casa. La primera parecía que estábamos dentro de una fotografía de la National Geographic, una tenue luz entraba al oscuro cuarto sin ventanas de una forma sorprendente. Hubo mucha comunicación sin hablar. Los medios fueron la música y los gestos: sonrisas y alegrías de vivir. Compartimos el calor del fuego mientras cada uno tocaba un instrumento. La segunda vez, en la cima de la montaña, un hombre mayor nos invitó a sentarnos en pequeños asientos (al igual que los espacios de su casa).

Tomamos té servido en una tetera quemada por el fuego y fumamos una caña de bambú con un tabaco que me dejó mirando estrellitas de colores. Dos horas más tarde, caminando bajo la llovizna y la niebla, regresamos a Sapa.

Salirse del mapa es siempre experimentar sensaciones diferentes, dejar atrás la seguridad y encontrarse con esto: la tarde del primer día pasamos por unas terrazas de arrozales. Estábamos caminando por el borde de una de estas, cuando escuchamos, en un silencio abrumador, una tímida y escalofriante voz diciendo: ¡Hello, hello!, y a continuación un disparo de escopeta que me hizo caer al barro. Sin discutirlo, salimos corriendo para el lado de donde veníamos, o sea, del otro lado de los pocos amistosos locales. Más tarde, cuando nos repusimos del susto, llegamos a la conclusión que estábamos cerca de una plantación de opio, muy común en esas tierras y prohibido por el gobierno de turno.

Los dos días fueron hermosos y notamos la diferencia entre los pueblos que viven de los turistas y los que no están contaminados y siguen con sus costumbres de siempre.

Matías Balbo (ganador de esta semana)
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Fuera de las rutas turísticas, las aldeas conservan sus costumbres.

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