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 domingo, 09 de octubre de 2005  
Editorial
Las fronteras de Europa

La ola de inmigrantes subsaharianos que pretende ingresar en los enclaves españoles de Marruecos desnudó, una vez más, la ineficacia de la globalización de la economía para el desarrollo de las naciones más pobres del planeta. Europa se ha convertido en una fortaleza inexpugnable para las masas empobrecidas, pero la situación está lejos de resolverse. Y menos con vallas metálicas de contención.

La desesperada ola de inmigración africana que intenta llegar al Viejo Continente tras hacer pie en Melilla y Ceuta, enclaves españoles en Marruecos, puso en foco mundial uno de los temas más acuciantes del planeta: la pobreza global.

  Miles de hambrientos habitantes de míseras repúblicas subsaharianas arriesgan sus vidas para alcanzar el sueño y bienestar europeos, pues en sus tierras de origen nos les esperan más que hambrunas, guerras civiles y enfermedades endémicas.

  El sur de España, como también el este de Alemania, se han convertido en las fronteras de Europa; en el cerrojo que imponen los países ricos del continente contra una marea humana sedienta de condiciones de vida dignas para sus hijos.

  El muro de contención en los enclaves españoles en Marruecos no tiene nada que envidiarles a la barrera norteamericana contra los mexicanos o al que levanta Israel en Cisjordania, aunque este último por motivos diferentes a cuestiones migratorias.

   La España socialista de José Luis Rodríguez Zapatero no encuentra la manera de evitar la inmigración ilegal, pese a que hace pocos meses ha promovido una ley para extranjeros que contribuyó a regularizar la situación de miles de indocumentados, muchos de ellos argentinos.

  España, obviamente, no es la única responsable de la situación pero todo el conflicto se le viene encima por su ubicación geográfica en el extremo sur del continente. La dramática cuestión de la masas empobrecidas que se lanzan a vivir o morir en su intento de una mejor vida debe ser abordado en forma integral por la Unión Europea, organismo que acaba de ampliarse a 25 miembros.

  Los burócratas de Bruselas, como tantas veces se los ha denominado para criticarlos, vienen debatiendo sin éxito la implementación de trabas migratorias a los países socios. Pero la realidad ha superado los tiempos de los políticos.

  La globalización de la economía no ha logrado traer prosperidad a las naciones más pobres del planeta. Por el contrario, da la sensación de que la brecha entre los hemisferios Norte y Sur tiende a expandirse y no a reducirse. Europa y Estados Unidos sufren la presión migratoria en sus puertas pero a la hora de desahogar las economías en desarrollo no dejan de poner trabas arancelarias a los productos o subsidiar la agricultura.

  Africa, el este de Europa, el sudeste asiático o la propia América latina llevan la pesada carga de décadas y décadas políticas inestables con gobiernos generalmente corruptos y no orientados a implementar políticas nacionales que contrarresten la marginalidad de sus pueblos. Cada caso es diferente y sería imposible comparar —por ejemplo— a Sudán con Haití. Pero como denominador común y muy superficialmente, la mezcla de ahogo económico impuesto desde las naciones más poderosas y las políticas domésticas desastrosas se conjugan para que el mundo sea cada día más desigual. Y esa desigualdad se expresa en el aluvión de miserables que no se resignan a morir en esa condición y cuya única salida es el exilio hacia el Primer Mundo.
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