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 sábado, 04 de diciembre de 2004  
El cazador oculto
La muerte de las utopías cairotas

Ricardo Luque / La Capital

Francis Fukuyama vaticinó la muerte de las utopías. Y se equivocó. Quizás porque no tuvo la suerte de conocer a Mario D'Agostino, sí, el salvador de El Cairo. Quizás si se hubieran tomado un café y conversado, como se solía conversar en El Cairo allá lejos y hace tiempo, quizás el hombre hubiera cambiado de opinión. O por lo menos se hubiera dado cuenta de que los sueños valen la pena, aunque nunca se hagan realidad. Pero, y hay que decirlo con todas las letras, El Cairo hoy es un sueño hecho realidad, que hasta los paladines de la economía de mercado miran con cariño. Y no es para menos. El bar está siempre lleno. Cuesta conseguir mesa, como en las viejas épocas, cuando conseguir una mesa era tan difícil como robarle una sonrisa a Moreira. Ahora, la pregunta del millón, es quién va a El Cairo. Los sospechosos de siempre, claro, que se sientan aquí y allá esperando el milagro. Uno se lo puede encontrar a Eliseo Paiva, que con sus anteojos de marco de carey y sus sacos a cuadros parece una caricatura de Andy Warhol, quejándose a los cuatro vientos de la impuntualidad de Carlos Buono. También al Flaco Vega, que desde que presentó la muestra "30 años con la paja" no hizo más que autocomplacerse al rayo del sol en las playas de Naútico. Así le quedó la cabeza, al rojo vivo. Cómo será que a su lado Daniel Querol, otro nostálgico de las glorias del ayer, parecía pálido, y eso que, como todo el mundo sabe, el actor es un fundamentalista de la cama solar y de Oliverio Girondo. Una mezcla típica de El Cairo. Sino cómo se explica que uno pueda hallar entre sus mesas a un yuppie hecho y derecho como Marcelo Delafuente, un empresario adicto al celular y a los negocios millonarios que, aunque usted no lo crea, gana más explotando el talento musical de Los Catamaranes que vendiendo jugadores de básquet a Europa. Pero no todo es el vil metal. A El Cairo también va gente con corazón, como el bueno de Lalo Puccio, que esperó una mañana de lluvia para sentarse junto a la ventana y recordar la noche de su casamiento y el brindis con sidra que compartió con la muchachada del bar. Y todo con el dulce sonido del timbre de la caja registradora como telón de fondo.
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