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 sábado, 21 de agosto de 2004

Matías Almeyda: pelota al piso
La controvertida decisión del volante de Azul de emigrar por los miedos

Walter Vargas

La sorpresiva decisión tomada por Matías Almeyda aconseja ser respetada y contemplada en su vertiente soberana, inapelable, pero sin embargo no deja de ofrecer la posibilidad de examinar en qué contexto se produce, qué realidades refleja y qué singularidades cabe subrayar.

En primer lugar, no está de más abstenerse de reacciones hipersensibles y tonos apocalípticos: para eso está el propio Almeyda, que como adulto que es ejerce la potestad de emplear las herramientas preventivas que juzga pertinentes y que su posición le permiten.

Vale decir: que la notoriedad del futbolista lo arroje al centro de la escena, que prescriba dispensarle una atención particularizada, está lejos de sugerir que sus miedos deban ser justipreciados en un hipotético "campeonato de miedos" o, mejor, que sus miedos gocen de superioridad moral sobre otros miedos, o sobre los portadores de tales miedos.

Pero esa distinción, aunque elemental, suele perderse de vista ante el asedio de los nefastos vientos noventistas: cierta premisa engordada en tiempos abiertamente obscenos establece que todo estrellato, sea éste o aquel, dispone de un rango equivalente en el terreno estrictamente humano, a secas.

Dicho de otra manera: se pretende, con llamativa aquiescencia, incluso de las propias víctimas del postulado, que los famosos, por obra y gracia de esa sola condición, son mejores personas que, digámoslo así, los no famosos.

De tal suerte, que Almeyda decline jugar en Independiente y anuncie que se alejará del país para "residir en el exterior" por temor a sufrir un secuestro, él o algún miembro de su familia, desata una cadena de solidaridades que, aun legítima, y esperable, y deseable, emana un cierto tufillo a hijos y entenados.

La realidad de los secuestros, un fenómeno objetivo, indisimulable, que agrava de manera brutal una inseguridad que es infinitamente más grave que una vulgar sensación, y que precipita la aprehensión de Almeyda, no autoriza a desentenderse de las innúmeras seguridades faltantes que padecen millones de argentinos anónimos.

Y esas inseguridades cotidianas, cristalizadas, crecientes, son insuficientes, según parece, para sobresaltar a las tribus bienpensantes, para fecundar coros escandalizados, para reclamar cabildos abiertos, soluciones perentorias.

Desde luego que la modalidad de los secuestros conlleva un indigesto cóctel de zozobra emocional, de humillación, de brutal indefensión, y que aun cuando se circunscriba al espacio de lo posible y de lo latente jamás resigna su carga traumática.

Y aunque va de suyo que se imponen políticas que tiendan a la desaparición del flagelo de marras, no es menor el dato de que se alude a una amenaza reservada para una minoría, la de mayores recursos económicos y, por añadidura, susceptible de disponer de una apreciable cantidad de estrategias materiales y simbólicas.

De hecho, el mismo Almeyda reconoce que se va porque puede elegir irse, pero que "hay otros que deben seguir viviendo acá porque no pueden hacer otra cosa".

En este sentido, es interesante el punto de vista de Guillermo Barros Schelotto, que sin dejar de aclarar que no se siente autorizado a juzgar si su colega hizo bien o hizo mal en tomar la determinación que tomó, se permite desalentar el pánico, el desconsuelo o el expeditivo egreso vía Ezeiza.

Dice, el Mellizo, "está bueno que los argentinos también luchemos por el país que merecemos tener y no nos resignemos".

Almeyda, pues, una rara avis en el ambiente del fútbol, un muchacho ajeno a los aullidos de la moda farandulesca, tilinga, bobalicona, está en pleno derecho de tramitar su miedo como puede y quiere, y se admite el sesgo de denuncia de su causa, pero lo que se revela a todas luces inadmisible es pretender que de esa causa se deduzcan perfiles heróicos, o cuanto menos dignos de ser admirados. (Télam)

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