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 domingo, 25 de marzo de 2007  
[Lecturas]
Con la potencia del comic

Diego Colomba

Relatos. Hombres que no entienden nada, de Jorge Barroso. Editorial Muncipal de Rosario, Rosario, 2006, 270 páginas, $ 18.

Como sucedió con algunos autores emblemáticos de nuestras letras, Jorge Barroso (Rufino, 1967) llegó a la literatura por desvío y desmesura. Lejos de ambicionar

un destino de escritor, el arquitecto de profesión y dibujante desde temprana

edad esbozaba historietas propias, cuando la falta de trabajo se lo permitía.

Un día advirtió que los textos que acompañaban a las imágenes habían

crecido desmesuradamente, cobrando vida propia. Algunos de esos textos,

reescritos hasta hoy, integran “Hombres que no entienden nada”, el libro

que se llevó el primer premio de la categoría Relato de ficción, en el Concurso

literario “Ciudad de Rosario” 2006.

Basta con leer las primeras páginas de la obra para entender que la anécdota

del comienzo no responde meramente a una mitología de iniciación, sino que más bien reafi rma una de sus cualidades: la de aproximarse, a través de una prosa imaginativa y despojada, a la contundencia expresiva del cómic, su sintaxis detonante, su hiriente poder de afectación.

El libro está compuesto por más de una veintena de cuentos que se ocupan

de las aventuras de Trompo, una cruza de animal sensible, “falso detective”,

seguidor, “hampón de segunda” y “voyeur”, según sus propios devaneos

mentales, por las calles de Fingión, una ciudad que evoca una Rosario moderna,

la de los desplazamientos incesantes, que accede a las últimas tecnologías y

se conecta con el globo (las historias suelen suceder en un aeropuerto, en

una terminal fluvial, en algunos centros comerciales). Siempre bajo un trastrocamiento nominativo: a veces leve, para mantener cercana la referencia a la vez que se desliza la visión satírica o lúdica; a veces más radical, como parece el caso de Fingión, tal vez la forma sincrética de “fingir” y “región”: una ciudad de las apariencias.

Si bien el libro se estructura como un compilado de cuentos (breves narraciones

autónomas), el entrecruzamiento de personajes, peripecias y topografías

hace que dichos elementos adquieran cierto espesor dramático (psicológico,

en el caso de Trompo, si se quiere) a medida que el texto avanza, carácter que

sólo la narración de largo aliento puede imprimir, superando de este modo las

necesidades estrictas del relato.

A grandes rasgos, el texto recurre a las convenciones del policial negro.

Cierta epicidad picaresca caracteriza a sus personajes, que transgreden

los límites de la legalidad para volver a transponerlos en sentido inverso en

un abrir y cerrar de ojos, y que nunca exhiben todas sus cartas sobre la mesa.

De ahí la importancia otorgada a las descripciones y la atención puesta en la

gestualidad y la estética de los personajes, que juegan a exhibirse y a leer en

las apariencias ajenas una sombra de la razón que las mantiene en movimiento.

Hombres y mujeres se tienden celadas y elucubran estrategias que parecen no

manifestarse nunca en su forma definitiva, en las que un mismo personaje

puede alternar los roles de víctima y victimario. Pero no sólo se lleva la confusión entre bien y mal, clásico tenor ético del género, hacia límites irrisorios. Las tramas, que por convención genérica tienden a reducir lo azaroso, intensifican su arbitrariedad compositiva al punto casi de licuarlo.

La violencia verbal y el extremismo somático se manifiestan a través de

cuerpos que sienten el mundo en su carnalidad. Los sentimientos y las ideas

duelen. Los cuerpos se contorsionan y resoplan. Los gestos son enérgicos. Las

miradas se clavan y las palabras aturden a los escuchas, mientras las onomatopeyas puntúan las acciones.

A la imagen clásica de la ciudad como jungla, se suma un rico bestiario que

invade todo el libro: los hombres y mujeres devienen ardillas, osos, lobos, gorilas, elefantas y jirafas, para citar sólo algunos ejemplos de esa prolífica fauna urbana. Pero como si fueran imágenes mutantes surgidas de campos figurativos que se contagian entre sí, los cuerpos se vuelven máquinas y artefactos, y por lo tanto adquieren un sensorium tecnológico, o las máquinas adquieren apariencia animal: los colectivos parecen “ratones plateados y nerviosos” o los autos se asemejan a “cientos de cucarachas de colores”.

Personajes cultos y violentos alimentan sus propias fabulaciones con las

ensoñaciones que propaga la cultura masiva. Los cuentos hacen pensar que

esta última constituye la verdadera naturaleza urbana. Así, el Corto Maltés,

Sandokan, el Zorro, Batman, Caperucita, los videojuegos, las revistas técnicas,

moldean los imaginarios y los comportamientos, y despiertan opiniones en

los personajes que se vuelven sobre la misma ficción. El candor, el sentimentalismo, la idealización, parecen respirar en esos hombres y mujeres desencantados, gracias a las historias maravillosas, a las historietas, a los libros de aventuras. Pareciera que sólo a través de la ficción logran atisbar la dimensión mágica del mundo. Embarcados en tales ensoñaciones, las tramas que protagonizan parecen volverse disparatadas, aunque, como asegura uno de los personajes, no se tornan más inverosímiles que la vida misma.
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