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 jueves, 25 de mayo de 2006  
candi
Charlas en el Café del Bajo
-"Aquel halago de las primeras veces, que sentía cuando las personas admiraban su belleza, su cautivante atractivo, se había trocado últimamente en cierta pena. Y aquella pena, que de a poco se fue acumulando en el fondo de su espléndida figura, se conmovió aquel atardecer. La mujer lo miró y después de observarlo con sus ojos azules y examinadores, expresó -con una sutil sonrisa de aprobación y deleite- aquellas palabras que había escuchado una y otra vez: "¡Qué lindo!".

-Tenemos un cuentito hoy.

-"Quiso gritar, quiso decirle que aquella belleza que observaba no acababa en las formas y colores, pero su boca no había sido concebida para los movimientos, y garganta no tenía. El mismo se preguntó si en realidad había algo más que tales formas y colores que tenía y al punto se iluminó... ¿su mente? Dudó, porque parecía claro que mente no tenía al no tener cerebro. «Tal vez -pensó- la mente no es un efecto del cerebro, tal vez la mente es una causa en sí misma independiente de la función de la materia. Tal vez yo tengo mente». Como quiera que fuese, y seguro de que al menos «algo» poseía, sintió que ese incomprensible y oculto «algo» le transmitía una verdad absoluta: «Esta arcilla de la que estás hecho, duele tanto como la carne en el corazón y en el espíritu». Al fin sintió que el arcano que le transmitía esa certeza, no era más que él mismo o, mejor dicho, una parte de él mismo a la que hasta ese momento no había prestado atención.

-¿Y su narración es un mensaje, Candi?

-"También ese «algo» le hizo saber que al fin y al cabo a los mismos seres humanos Dios los había creado desde la misma arcilla y que según algunos el mismo Jesús había dicho que eran bieaventurados los sufrientes. Por un instante hizo silencio mientras daban vueltas en una parte de su ser estas ideas, y mientras aquella mujer lo seguía observando con interés profano. Pero enseguida otro pensamiento corrió por toda su figura. Un pensamiento que quiso gritar, pero no pudo: «Dolor sentí al ser modelado. Cada ¡ay! fue dando forma a mi belleza, cada pena fue haciendo grande mi atractivo».

-Sí, allí advierto un "mensajito".

-"Al fin la mujer, luego de observar, sólo al pasar, a otras figuras de arcilla que se exponían en el taller de arte se fue. La profesora despidió a sus últimos alumnos, lavó y puso en su lugar pinceles y acuarelas, arcillas y otras cosas y también se fue alejando despacio del lugar. El, que al fin y al cabo existía por inspiración de ella, desde la mesa, quiso gritarle: «¡No te vayas, no te vayas, no me dejes justo ahora!» Pero la mujer no escuchó y a pesar de su amor por todas las figuras, la luz se apagó y todo en el taller se quedó en silencio, en una oscura soledad donde las formas y colores no existían.

-¡Hum!

-"Casi al mismo tiempo, en la Iglesia de Olivos, alguien de pie (porque a Dios no solamente se lo honra de rodillas) solo y en medio de la nave repetía casi las mismas palabras del muñeco: «¡Por favor, no te vayas de mi vida, no me dejes ahora, en medio de esta angustia!». Pero las luces del templo se apagaron. Afuera, el otoño atardecía hasta hacerse oscuridad. Adentro de aquel ser, que caminaba ahora solo por las calles de Olivos, también una luz pareció apagarse. El creyó que toda la creación se había quedado en silencio, en una oscura soledad en donde las formas y colores no existían".

-Sí, advierto en el cuento un mensaje, pero ¿podría redondearlo con una conclusión final?

-Hay una diferencia, Inocencio, entre la luz que se apaga en el taller de arte y la luz que se apaga en el templo. Hay una diferencia entre la profesora, la mujer que se aleja de su obra y el Dios que la persona supone que se aparta de su lado, que no la escucha. La diferencia estriba en que Dios puede alejarse un poco tranquilamente, porque sabe que algo de El queda en el ser humano, algo que a su criatura le permitirá seguir iluminado, resurgir de la pena por sí mismo. Por eso en la narración se dice: "Creyó que toda la creación se había quedado en silencio, en una oscura soledad".

Candi II

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