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 domingo, 18 de diciembre de 2005  
Interiores: sentido

Jorge Besso

Si las palabras no tienen un sentido único no iba a ser justamente la palabra sentido la excepción a la regla polisémica del lenguaje humano, es decir a los distintos significados que rodean y envuelven a las palabras, de forma tal que toda palabra está abierta a nuevos sentidos que de pronto, un grupo, una comunidad, una región, un país o un continente puedan darle a un término. Mucho más en un idioma como el castellano en tanto es uno de los idiomas con más crecimiento y con más diversidad.

Paulina Iriarte, mi madre, de chico me decía poné los cinco sentidos en una apelación a que yo pusiera la máxima atención en la tarea que tenía que realizar, con toda probabilidad pensando que alguna distracción me expondría aún más a los peligros. Sin duda que poner los cinco sentidos todos al mismo tiempo no es lo más frecuente y tal vez uno de los pocos ejemplos se da en los enamorados que son seres encendidos prácticamente las 24 horas en las que ven, oyen, huelen, gustan y palpan a su amor y al amor. Como se sabe en ese estado no ven, ni oyen, ni huelen, ni gustan, ni mucho menos palpan otra cosa, con lo que, curiosamente, los cinco sentidos los alejan de la realidad, que es seguramente el mejor efecto del amor, a la vez que la realidad es el mayor peligro del tan transitado amor.

Con esto de los sentidos mi madre era en aquel tiempo una aristotélica sin saberlo, ya que el gran filósofo griego se diferenció del otro grande y su maestro, es decir Platón, por darle mucha importancia a los sentidos, de los que tanto desconfiaba su maestro, en tanto y en cuanto los sentidos son proclives a caer en las apariencias. 2.500 años después la polémica sigue abierta ya que hay quienes apuestan por el cuerpo, es decir por la imagen sin imaginación, en suma por el careteo, o bien por los placeres del cuerpo, todo en detrimento del alma, más bien inclinada a la profundidad.

También es cierto que en ocasiones podemos formar parte de una escena y un escenario espectacular, con un buen amor, un buen malbec, una conversación profunda, y todo en un atardecer de aquellos, con el resultado de que sobrevolamos la realidad a unos cuantos metros por encima del nivel del mar. Pero ese es un combo que no se consigue fácil, amén de que puede ser todo lo contrario y entonces resulta que el amor no es tan bueno, el malbec mucho peor, la conversación es soporífera y el atardecer en realidad es de domingo. En tal caso es que estamos a ras del suelo, pero en realidad es como si estuviéramos a unos cuantos metros bajo tierra.

Volviendo a los cinco sentidos de doña Paulina tal vez ella no sepa que al listado clásico, Aristóteles le agregó un sexto: en este caso el sexto sentido no es el de la intuición o el de las extrañas captaciones sino que, todo lo contrario, es el famoso sentido común. Con los siglos el sentido común aristotélico ha devenido en sensatez, de manera que alguien con sentido común es alguien sensato. Es decir una especie en extinción. Pero lo curioso es que para el griego no quería decir sensatez, sino que el sentido común para él era un sentido con funciones superiores, una suerte de sentido unificador o coordinador (diríamos hoy) de los demás sentidos. De lo contrario podríamos quedar atrapados en una especie de caos de cosas que nos entran por los ojos o por los oídos, o por la boca, o por la narices, o bien por el resto táctil del cuerpo. Con lo que este sentido común, según Aristóteles, sería el responsable de poner cierta armonía en los estímulos de ahí que sea identificado o asociado con la sensatez.

También es cierto que con los sentidos comienza la diversidad entre los humanos, ya que hay ejemplares que son más visuales, otros tienen un oído absoluto como Charly García, en cambio algunos tienen un oído de cemento, a la vez que hay gente con menos tacto que un elefante en un bazar.

Por último, pero no lo menos importante, los sentidos, además de los 5 sentidos y del sentido común, también se pueden referir a una cuestión más que esencial: el sentido de la vida. Quizás es esta una de las pocas cuestiones en que hay unanimidad, ya que nadie podría siquiera osar discutir la importancia de una cuestión como la del sentido de la vida. Pero inmediatamente la unanimidad se pierde cuando se quiere un acuerdo respecto de cuál es el sentido de la vida. Una primera respuesta aparentemente absurda sería: la vida no tiene sentido.

Para explicar semejante afirmación negativa se puede recurrir (una vez más) a otra figura de la retórica conocida como quiasmo: el sentido de la vida es la vida del sentido.

Llegados a este punto se puede pensar que todo esto es un juego de palabras, y en cierto sentido lo es. Es que cuando podemos jugamos con las palabras, el resto del tiempo las palabras juegan con nosotros.

Volviendo a la afirmación que nos ocupa, se podría decir que el hecho de que la vida no tenga sentido quiere decir, que el sentido de la vida es, nada más ni nada menos, que la vida del sentido. ¿Cuál? El que sea. Precisamente que no tenga un sentido quiere decir que puede tener muchos. Las religiones, la política, el amor, las ideologías, el conocimiento, la guerra, muy difícilmente la paz, el dinero, la felicidad, y sobre todo el poder, le dan sentido a la vida. Son las diversas formas en que la sociedad impone el sentido de la vida. Son, al mismo tiempo, las diversas formas en que se consume nuestra existencia. Reflexionar sobre las imposiciones sociales es algo sobre lo que hay poner los cinco sentidos y un poco más, para renovar en lo posible algunos sentidos que se nos imponen por todos los poros. Muy especialmente el sentido del poder, que se ha vuelto un fin en sí mismo, lo que constituye una de las esencias de la enfermedad.
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