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 domingo, 21 de agosto de 2005  
Editorial
El Papa y la pobreza argentina

Demostrando que muchos analistas estaban equivocados, las primeras expresiones de Benedicto XVI sobre el país señalan que su línea no está lejos de la que fijó Juan Pablo II. Apartando cuestiones doctrinarias para privilegiar las sociales, señaló su preocupación por las profundas desigualdades e instó a reconstruir la cultura del trabajo.

En su primer mensaje oficial dirigido al país, el flamante Sumo Pontífice demostró que a pesar de las predicciones que aludían a un supuesto "Papa de transición" su espíritu y pensamiento no están separados de los de su predecesor Juan Pablo II. Con la atención fija sobre el candente problema social y no en las cuestiones doctrinarias -tantas veces lejanas de las necesidades de la gente-, Benedicto XVI exhortó a "incrementar y favorecer" las iniciativas destinadas a poner fin a las situaciones de "marginación y pobreza" que afectan a tantas personas en la que llamó su "amada Argentina". Pero después precisó cuál es, en su opinión, el camino a recorrer: "Poner un decidido empeño en fomentar la laboriosidad, la honestidad y el espíritu de participación, que hagan posible una sociedad más justa, pacífica y solidaria". Es sencillo comprender el sentido final de las palabras del jefe de la Iglesia Católica: no se trata solamente de ejercer la solidaridad con el prójimo, sino de reconstruir la deteriorada cultura del trabajo.

Después de los graves incidentes con el Vaticano que provocó la solicitud del gobierno nacional de remover de su puesto al obispo castrense, monseñor Antonio Baseotto -el trámite carece aún de resolución por parte de la Santa Sede-, las palabras de Benedicto XVI constituyen un saludable cambio de aire. Es que el principal dilema argentino se vincula con las profundas desigualdades que exhibe, cual dolorosas heridas sin cicatrizar, el tejido social de la Nación. Enfocarse sobre ellas es un ineludible punto de partida si lo que se pretende es que el país recupere la dignidad perdida.

Y más allá de que los subsidios estatales se hayan presentado como inevitables y aún hoy constituyan la única solución posible en numerosos casos, el Papa es consciente del peligro de agravamiento de la enfermedad que involucra tal remedio. Porque no es la práctica constante de la dádiva la que permitirá recuperar el estado de bienestar que la Nación anhela; cabe recordar, además, que entre ella y el clientelismo político existe un único y corto paso.

Tras largos años en los cuales se privilegió la especulación en vez de la producción, y en que la corrupción y la ineficiencia dirigenciales deterioraron sin pausa la confianza popular no sólo en las instituciones democráticas sino -lo que es infinitamente más grave- en la importancia de trabajar y el valor de ahorrar, la reconstrucción no será sencilla. Y en esa dura lucha que ya se está librando, pero cuyos principales capítulos todavía no han sido escritos, resultan de gran valor el respaldo y la decidida participación de la Iglesia. Su ayuda es clave para que el futuro no vuelva a parecerse al pasado.
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