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 domingo, 21 de agosto de 2005  
Panorama político
Piquetes, votos y economía

Mauricio Maronna / La Capital

En la Casa Rosada el aire se cortaba en rodajas. Las imágenes de la ciudad de Buenos Aires sitiada por un enjambre de piqueteros bloqueando los accesos, el puente Pueyrredón y el corazón de la Plaza de Mayo mantuvieron al gobierno en un estado de tensión inédito desde que llegó al poder.

Néstor Kirchner entendió que estaba en el medio de un juego de pinzas, aprisionado entre las demandas de los que tienen poco para perder y los pedidos de mano dura que empezaron a brotar desde algunas "plumas" (como le gusta decir) de los medios nacionales más importantes. Por primera vez, debió redireccionar sus cotidianas diatribas de campaña y atacar desde el mismísimo Salón Blanco a los manifestantes.

La Capital Federal es una geografía extraña para quien decida pasar allí algunas horas y muestra, al fin, qué poco quedó de aquella alianza que algunos creyeron ver nacer al calor de los patéticos últimos días de Fernando de la Rúa en Balcarce 50.

Ya no hay nadie que insinúe esbozar "piquete y cacerola, la lucha es una sola". La cancha está ahora bien marcada: de un lado, los curtidos jefes de la multitud de siglas que cobija a los grupos de desocupados redoblan semana a semana la apuesta de cercar al Ejecutivo con sus demandas, utilizando el corte de rutas, el bloqueo de accesos, la interrupción del tránsito en el microcentro o las marchas interminables hacia algún hospital en conflicto.

Del otro sector de la raya, los porteños de clase media descargan su furia (por ahora, y afortunadamente, sólo verbal) contra quienes se despliegan o estacionan en sitios clave de la ciudad portando banderas con la típica iconografía de la izquierda (hasta ahí nada fuera de lo común) y palos que sí convocan a la preocupación.

"¡Vayan a laburar!", "¿por qué en vez de protegerlos no los meten en cana?", son los gritos que, a pura vena inflamada, se descargan desde el interior de taxis, colectivos o cualquier otro rodado ocupado por algún habitante de una ciudad que desde hace semanas pareció haber trasladado a la realidad algunas de las imágenes de "Un día de furia". Por fortuna no apareció ningún émulo de Michael Douglas.

Cada día de pánico y locura en Buenos Aires daña las aspiraciones del oficialismo de lograr un triunfo en las elecciones del 23 de octubre. Lo sabe mejor que nadie Rafael Bielsa, quien desde un principio barruntó que con un territorio encrespado por las aguas de la rebeldía y la bronca es muy difícil instalar un temario que le despierte a la infinidad de movileros radiales y televisivos más adrenalina que la virulencia o las connotaciones de una ciudad dominada por la histeria.

El canciller intentó (apenas el presidente lo invitó a ser candidato a diputado nacional) tender lazos hacia los grupos piqueteros para acordar puntos básicos de convivencia. Pero los puentes ya estaban minados.

El jueves al atardecer, mientras los alrededores de la Casa de Gobierno mostraban una postal piquetera que empezaba a recorrer las redacciones, Bielsa admitió a La Capital que la situación no era la mejor para hablar de política electoral, pero dejó en claro que no había otra salida que mantener el pulso equilibrado, evitar cualquier tentación represiva y dejar pasar las horas.

Pero, por la cabeza del presidente de la Nación se disparaban como un flash otras sensaciones. Con Aníbal Ibarra devastado por los efectos de la tragedia de Cromañón, con los piqueteros haciendo uso y abuso del espacio público tensando la relación con los vecinos y con algún editorialista acusándolo directamente de mirar hacia otro lado, el destemplado carácter del santacruceño salió a la superficie. Los tildó de "extorsionadores" que "están tratando de provocar un gesto de autoridad del gobierno buscando el marco de la represión".

Más allá de la gaffe (¿quién, salvo el Estado, debe provocar gestos de autoridad en una República?), en su lectura sobrevuelan los episodios derivados tras los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, que él mismo echó en cara no hace demasiado tiempo a Eduardo Duhalde.

En verdad, no le faltan razones ni a Kirchner ni a Bielsa para hacer esa composición de lugar. Lo peor que puede pasarle a un país que apenas está intentando salir de la peor de las pesadillas es ingresar al pasadizo de la muerte y la anarquía.

Los desvaríos verbales de un protagonista de la crisis que ya obtuvo algo más que los 15 minutos de fama que pregonaba Andy Warhol, el delegado del hospital Garraham Gustavo Lerer, pueden sacar de foco una cuestión que a veces queda estampada solamente en los números fríos de la economía.

Si se considerara a todos los beneficiarios de planes sociales como desocupados, el desempleo treparía al 15,7 por ciento. Así, el número de personas sin empleo ascendería a casi dos millones y medio. En este sentido, debe decirse que quienes nada guardan en sus bolsillos tampoco casi nada tienen para perder.

En paralelo, los planes sociales tienen un monto de 150 pesos, una nadería para enfrentar los 787 pesos que necesita una familia de cuatro personas para no estar por debajo de la línea de pobreza y los 357 pesos para vedar el ingreso en el subsuelo de la indigencia.

Hacia el futuro, no pueden dejar de leerse algunos números preocupantes: en la población de entre 20 y 25 años sólo el 53 por ciento está ocupado, el 20% son inactivos que estudian, el 14% son desocupados y el 13 por ciento son inactivos que ni estudian ni trabajan.

Pese a la noventofobia que domina casi todo el discurso, el impactante crecimiento macroeconómico (cercano al 10 por ciento en el primer semestre de 2005) se da de bruces con la menor distribución social de la riqueza de la historia argentina. ¿Cómo se reconstruye el tejido social si no es por medio de consensos básicos, apertura del diálogo y muchísimo cuidado en el uso de las palabras y las acciones?

En esta línea, no parece que el camino sea el que proyecta el sindicalista Lerer, para quien "las elecciones nunca solucionaron nada". El delegado del Garraham considera que "el modelo más correcto es el de los primeros años de la revolución rusa".

La desmesura, la falta de sentido común y el alejamiento de los manuales parecen ser condimentos indispensables para que el país nunca esté condenado al éxito.

Lentamente, la economía empieza a perfilarse como la principal preocupación de los argentinos, un dato que se debería priorizar entre el marasmo de la campaña electoral en la provincia de Buenos Aires.

Los ataques de los Kirchner hacia los Duhalde, de Chiche contra los Kirchner y de los duhaldistas contra los kirchneristas convierten al escenario en un bodrio mayor al que protagonizaron, el jueves, Newell's y Central. Hasta ahora son solamente palabras que el viento poselectoral arropará en otro lugar.

La abrupta irrupción en escena del impresentable Luis D'Elía, acusando al caudillo bonaerense de ser el jefe de "un cartel de la droga, no sólo en la producción, sino en el transporte desde y hacia países vecinos", le agrega ruido a la vocinglería general.

El piquetero-diputado también comienza a ser un bumerán para los habitantes de la Casa de Gobierno, quienes hace pocos días tuvieron que soportar que el personaje de voz aflautada y pésimos modales ingresara a los gritos al despacho de un secretario de Estado para reprochar no haber sido incluido en una lista de candidatos.

El propio presidente, dicen, tuvo que salirle al choque: "Ahora te volviste patotero". Cría cuervos y te comerán los ojos.

El gobierno ha logrado algunas cosas positivas desde que asumió, comenzando por la recuperación de la autoridad presidencial en un país devastado por la ineficiencia de la Alianza. No debería perder ese handicap confundiendo lo urgente con lo importante ni la anécdota con la historia. No hay mejor oferta de campaña electoral que la que nace de una buena gestión.

Eso es lo que debería nacionalizar desde el próximo miércoles, cuando todos los focos iluminen el multitudinario acto que se hará en Rosario, convertida por un día en la capital nacional del kirchnerismo.
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