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 domingo, 19 de junio de 2005  
Rosario desconocida: las complicidades urbanas

José Mario Bonacci

Hemos desarrollado en estas entregas temas de investigación relacionados con la ciudad, con la trama urbana que la contiene, con usos variados en todos los aspectos de una vida comunitaria, la defensa y protección de su patrimonio construido y todas las combinaciones capaces de ser imaginadas en tal sentido. Que los espacios urbanos cambian de uso y de posibilidades en sus ofertas es algo que se puede comprobar con facilidad. Por supuesto que ello no ocurre de por sí. Es necesario analizar también qué costumbres, creencias y usos sociales impulsan en la marcha del tiempo a esos cambios. Ellos tienen mucho que ver con todo el espectro de comportamientos aceptados, prejuicios, liberaciones, y tantos otros modos de conducir su existencia por los integrantes del complejo social de la ciudad.

Por dar sólo un ejemplo, nos tentamos en citar expresiones de la juventud, contrapuestas a lo que ocurría décadas atrás. Era impensable alguna batahola generalizada en bailes o fiestas juveniles. No éramos santos, pero también es verdad que ese tipo de cosas no ocurrían, y si lo hacían eran insignificantes en número y consecuencias.

El alcohol se consumía con naturalidad y era extraño ver jovencitos en total estado de ebriedad por las calles. Las reuniones estudiantiles gozaban de paz cierta y alegría desatada, a su vez contenida respecto de agresiones gratuitas. Los enamoramientos sufrían ciertas restricciones púdicas hoy inentendibles. Así podrían contabilizarse cientos de modalidades que hoy obligan al menos a sonreír, por extrañas y tontas.

Pero era así, y así hay que recordarlas. La ciudad con su cuerpo de piedra cobijaba estos comportamientos sociales y también oficiaba para bien como buena compañera ayudando al goce de la vida. Está claro y es natural que así sea y que la juventud actual considere casi ridículas algunas cosas. La emoción que emanaba de una pareja bailando, con la piba prometiendo a su ocasional compañero reservar la última posibilidad de la noche para acunarla juntos estrechados en un tango o en un bolero, hoy puede mover a risa.

Beber juntos un "Alexander" en los altos del "Cristal Palace" sobre Córdoba y Sarmiento a la salida del cine, henchía los pechos y Clark Gable, Alain Delon o Elizabeth Taylor quedaban a la altura de un mosquito. Pero también es verdad que los ardores del amor se hacían sentir y había que sofrenarlos de alguna manera. Y para eso estaba el cuerpo de la ciudad como cómplice ideal.

Besarse en plena esquina durante cinco minutos, era una temeridad absoluta. Entonces estaban los zaguanes cómplices con puerta cancel y cortinas al crochet que daban la alarma cuando una madre indiscreta se acercaba para vigilar a la nena... Plazas, parques y rincones penumbrosos eran también cómplices apreciados. Por ejemplo la plaza López tenía un rincón muy especial en su ochava sur oeste (Laprida y Pasaje Storni). Elevados por algunos escalones, había cuatro aguaribays gigantescos. Era un ámbito protector con sus copas a la manera de un techo. Rodeando el tronco, tenían un banco de madera generoso, en forma de octógono. En cada lado podía sentarse una pareja. Era un rincón preferido y a espacio completo podía cobijar a sesenta y cuatro personas y nadie molestaba a nadie. Semejante milagro era muy frecuente, y cariñosamente se lo llamaba "el rincón de los novios". Tampoco había agresiones o robos a cualquier hora y las noches de luna contemplaban encuentros fogosos en donde manos, labios y cuerpos se complementaban organizados llegando a un armonioso acuerdo de colaboración a la manera de una sinfonía. Los aguaribays cayeron con los años. Hoy existen palos borrachos, los bancos están destruidos y allí anidan vagos diurnos y nocturnos...

Otro punto singular, siempre en contacto con la naturaleza, era un ombú nacido al borde de la barranca muy cerca de la hondonada que luego cobijó al anfiteatro en el parque Urquiza. Los amantes se sentaban en sus raíces y pasaban horas arrullándose en la contemplación del Hijo del Mar. A lo lejos, las islas disimulaban como no viendo nada... Eran tiempos en que la juventud no disponía de autos, estaban los privilegiados con sus motonetas, pero la mayoría recurría al transporte público para sus traslados urbanos. Prácticamente nadie moría aplastado a causa de su ingesta alcohólica o aficción a estimulantes.


El encanto de las plateas altas
Las plateas altas de cines en días de semana con poca concurrencia, se asociaban a estas ofertas de paz y discreción. David Feldman que ya no habita este mundo, nos contó su concurrencia al cine Monumental con la novia, luego su esposa, para ver "Al maestro con cariño" con una de las primeras tareas de Sidney Poitier como actor. Allí sonó el rock con Bill Halley y sus Cometas al final y dos o tres muchachos que seguramente conocían el epílogo de la película, saltaron al escenario y así fue como la gente vio por primera vez en la ciudad en qué consistía esa diablura de bailar el rock haciendo rodar a la novia por encima de la espalda para luego lanzarla entre las piernas del varón hacia delante.

Días después Breyer y Porfirio, casa de música, instalaba un "combinado" aparatoso en calle Córdoba (hoy Galería del Paseo) y algunos osados exhibían sus habilidades rockeras ante el público. Allí estaban los mellizos Fabro, verdaderos maestros en la materia. Eran últimos años de la década del 50 y los estudiantes maravillados en derredor, admiraban semejante destreza. Se viajaba en tranvías y entusiasmaba caminar por el atrapante ambiente del Mercado Central (hoy Plaza Montenegro), pero nunca apareció por allí la entrañable "Irma la Dulce" cobijada en la humanidad de Shirley Mac Lane que prefería quedarse en Les Halles de París. Y ni qué hablar de la inauguración de la pantalla panorámica en el Radar con descenso de astronautas en "Viaje a la Luna".

Eran otros tiempos quizás más calmos que los actuales, con su propia idiosincracia. En la cancha la marcha peronista aún no alentaba a las barras. Con propio ritmo, variando el nombre del club, la estridencia imperaba al compás de "...que cosa más bonita... vea, vea, vea... a River no le ganan ni los tanques de Corea..." Y volvía a repetirse hasta el cansancio. Las guerras formaban parte del folclore, como siempre lo han hecho a pesar de los estragos que producían.

Se pensaba que éramos imbatibles, poderosos y dueños del futuro. Esperábamos el 2000 para tomar un café con Flash Gordon o el Capitán Marvel. Envidiábamos a Superman, porque podía escaparse al espacio exterior con Luisa Lane en sus brazos. Seguíamos el compás de Glenn Miller en "Música y lágrimas" cuando el film conmemoró los diez años de su dudosa desaparición en el Canal de la Mancha en plena guerra mundial.

Hubo miles sintiéndose reyes cuando pudieron bailar con su piba preferida la "Serenata a la luz de la luna". Eso sí, una fiesta de graduación como la gente debía efectuarse en medio del fasto del Club Español que continúa hoy deslumbrando con su audacia proyectual y sus espacios únicos en la ciudad....

A pesar de todo, éramos felices y nos veíamos poseyendo el mundo. Grande sería la sorpresa, cuando poco tiempo después los sueños por conocer otros horizontes se concretaron a través de los famosos viajes de estudiantes a otras tierras y la libertad se hizo sentir en los pechos...

Buena excusa para dejar descansar por unos días a nuestras riquezas patrimoniales que tanto nos embelesan y viajar por los campos del recuerdo que hoy atesora la ciudad...

(*)Arquitecto/[email protected]
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Rincón de los novios. La plaza López tenía un sector especial, en su ochava suroeste, para las parejas.

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