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 domingo, 19 de junio de 2005  
[Nota de tapa] - La huella aborigen
Historias que cuentan nuestros vecinos los tobas

Gabriel Zuzek

Como si se tratara de una sutil travesura del destino, uno de los barrios de la comunidad Toba en Rosario está ubicado en la esquina, casi imperceptible, que dibujan la avenida de la Travesía y la calle Almafuerte. No cabe duda que en esta etapa de globalización mundial, resulta una verdadera travesía existencial descender de un pueblo aborigen. De la misma manera, no se puede soslayar la inusual fortaleza que debe poseer el alma de cada uno de ellos, para sobrellevar los atropellos, las persecuciones, los olvidos y las discriminaciones a los que históricamente fueron sometidos los pueblos originarios de la Argentina.

En Rosario, el primer antecedente de un asentamiento de la población toba se remonta a las décadas de 1950 y 1960. Un núcleo importante de indios chaqueños se ubicó entonces en el barrio San Francisquito. Si bien este grupo logró en gran medida integrarse al resto de la población, no por eso perdió su identidad étnica ni su relación con el lugar de origen.

Las redes familiares entre los tobas de Rosario y los del Chaco permanecieron vigentes. En los momentos de catástrofe económica esos lazos actuaron como sostenes elementales de solidaridad social. De esta manera, los recién llegados podían contar con un mínimo de ayuda de parte de aquellos que llevaban más de treinta años viviendo en nuestra ciudad.


La Navidad de Vicente
La última luz de la tarde ingresa lánguida por la ventana de una de las aulas de la escuela bilingüe número 1344. Alrededor de una mesa improvisada con los bancos que los niños utilizan en el horario escolar, se reúne el Consejo de Idioma y Cultura que está conformado por integrantes de dos comunidades tobas de la ciudad de Rosario; una de ellas es la de Travesía y Almafuerte.

En silencio, sin moverse, Vicente González escucha las propuestas y demandas que los distintos representantes intentan consensuar en un documento escrito, que más tarde será enviado al gobernador de la provincia. Solamente emite un chasquido seco cuando apoya su pulgar lleno de tinta sobre el papel, a modo de firma.

Tiene las manos cubiertas por una piel ajada, ojos escurridizos y una edad indefinida. Habla lento, pausado, y las palabras emanan de su boca como pidiendo permiso: "Estoy en Rosario desde el año 1983 y es bastante lindo. Pero yo no rechazo el Chaco, lo que pasa es que cuando el trabajo en la cosecha del algodón disminuyó, la gente se volcó para la zona sur", dice.

González hace otra pausa, piensa y hasta el griterío de los niños que celebran el fin de la jornada parece detenerse. "En mi provincia, cuando entraron las máquinas cosechadoras ya no se podía vivir más en el campo", agrega, y remata con una ecuación simple: "la gente dejó de ir a cosechar porque ya estaban las máquinas, entonces al ser humano ya no se lo tiene en cuenta".

Trabajó en la Municipalidad de la ciudad de Resistencia, pero al poco tiempo quedó desempleado. A medida que no podía encontrar una solución a su situación laboral sus necesidades y las de los suyos iban en aumento. Entonces González optó por reunir a su entorno familiar y entre todos decidieron emigrar del Chaco.

"Nosotros nos decíamos que la Argentina es grande, así que cómo no iba a haber un lugar donde pudiéramos progresar con nuestros hijos -recuerda-. Subimos al tren con un bolsito, la ropa de los chicos y algunos platos. Salimos de Resistencia el día 23 de diciembre con mi esposa y mis tres hijos. La noche del 24 el tren paró durante una hora en el playón grandísimo de una estación, allí recibimos la Navidad con un montón de personas. Nosotros traíamos lo puesto y la gente nos saludaba y nos regalaba cosas".

Tal vez enlazada por el recuerdo, una sonrisa franca se le estampa en el rostro y ahora las palabras pierden la timidez. "Llegamos a las dos de la tarde del 25 de diciembre. Vinimos a la casa de una sobrina que ya vivía acá. También nos recibió el cacique Montiel, que en ese momento aún estaba y de a poco pudimos hacer nuestra vivienda", cuenta Vicente González.


El destino de una familia
Ofelia Morales tiene la capacidad de hablar con la mirada. Escucha, observa, analiza todo lo que ocurre a su alrededor y sus labios esperan el momento preciso para expresarse. El rostro, tallado con firmes rasgos, denota una vida labrada en la lucha cotidiana para que la tradición de los pueblos autóctonos no se escurra por los pasillos del barrio.

Sin embargo, esa figura cambia cuando la envuelve un remolino de chicos con los cachetes colorados que se acercan a saludarla. Ofelia Morales es una de las voces más fuertes en la comunidad a la hora de defender los derechos de los indígenas. En la actualidad está bregando para que las autoridades provinciales aprueben un expediente que contiene la modalidad de educación intercultural bilingüe.

"Tenemos tres escuelas bilingües en la provincia que fueron creadas bajo decreto y resolución del Ministerio de Educación -explica-, pero hasta ahora están funcionando como escuelas comunes y no tenemos la modalidad indígena. Es por eso que estamos peleando. Así que el sistema tiene reglas y normativas que la dirección y los maestros tienen que cumplir, pero nosotros hemos elaborado en conjunto con la dirección y las demás escuelas, un anteproyecto que anduvo por todas las oficinas hasta que fue archivado en la Fiscalía de Estado. Ahora lo estamos tratando de reflotar".

Morales nació hace 46 años en la localidad chaqueña de Pampa del Indio. Desde que era una niña ya presentía cuál iba a ser su profesión. "A los seis o siete años mi papá me regaló un portafolios grande y un cuadernito de ocho hojas, yo estaba contenta de que podía ir a la escuela. Pero me encontré con que la maestra hablaba castellano, que es muy diferente al idioma toba que era el que yo sabía", cuenta.

Ese temprano choque con un idioma nuevo no fue un impedimento para que continuara con sus estudios. Ella terminó el secundario y años más tarde obtuvo el título en el Magisterio. "Es muy difícil para un indígena insertarse en la ciudad sin hablar el castellano -continúa diciendo Ofelia Morales-, pero uno va aprendiendo porque somos capaces, tenemos paciencia para aprender y lo que queremos lo vamos a conseguir".

Durante nueve años se desempeñó como bibliotecaria en el único colegio secundario que existe en Pampa del Indio, hasta que en 1990 quedó cesante. "Yo estaba acostumbrada a recibir un sueldo y de pronto me quedé así, sin nada", dice Morales. Por intermedio de unos parientes que ya estaban instalados en Rosario le llegó la noticia de que una escuela aborigen necesitaba una maestra. Fue así que emigró de su pueblo natal.

"Llegamos con mi marido y mi hijo a fines de mayo de 1991 -cuenta-. Vinimos con la esperanza de capacitarnos, de progresar y de poder independizarnos de nuestros padres. En 1992 conseguí trabajo como maestra y después me dieron empleo en el Centro de Salud. Hacía doble turno, a la mañana en el Centro colaborando con las familias indígenas y a la tarde con los niños de esas familias".

La postura de Ofelia Morales, como la de otros integrantes de la comunidad, es clara con respecto al legado de trabajo y esfuerzo que pretenden dejar a las nuevas generaciones: "Como maestra mi objetivo primordial es que vengan a estudiar, que terminen la primaria, la secundaria y que luego lleguen a la Universidad. Aún no hemos visto que alguno de nosotros haya alcanzado ese nivel, pero nuestros jóvenes a veces sufren discriminaciones. Yo lucho por defender lo nuestro que es la cultura indígena, aprendemos lo bueno de la cultura blanca pero nuestra forma de comportarnos sigue siendo indígena".

Morales hace una pausa, entrelaza las manos y alza sus ojos, como si buscara palabras en el cielo. Se acomoda en la silla, respira hondo y destaca: "el blanco actúa con rapidez de la palabra, nosotros no. Nuestra forma es diferente, es como una espiritualidad milenaria que se fue transmitiendo de generación en generación".

Ese legado significa experiencia y conocimiento. "Como indígenas sabemos lo que es vivir dentro de la pobreza y la miseria, pero también sabemos lo que es el progreso y la educación. Tal vez no podamos poner nuestra firma o nos resulte difícil leer, pero sabemos qué es lo que queremos desde nuestro ser indígena. Tenemos una cultura oral que no está escrita, pero que todavía tiene el poder ancestral de ser transmitida y recibida por nuestros niños y por nuestra juventud."

Ofelia Morales no está sola en esta lucha ya que cuenta con dos pilares fundamentales donde apoyarse, su esposo Alberto Yordán y su hijo Eric. Los tres están sentados en el umbral de su humilde vivienda que se levanta sobre lo que queda del cemento que pertenecía al playón de una vieja fábrica. Los Yordán se dejan abrazar por el sol de la tarde mientras observan unas fotos desgastadas que devuelven la juvenil imagen del padre luciendo el uniforme del servicio militar.

Alberto tiene la cara redonda y sus movimientos están signados por la serenidad. "Yo hice la colimba en Entre Ríos en el año 1980, y la verdad que fue bastante duro porque se hablaba de peligro o de algún encontronazo con los países limítrofes. Pero al final no la pasé tan mal, aunque fue muy duro separarse de la familia", dice.

Tiene cinco hermanos y cada vez que puede viaja al Chaco para visitar a sus padres y a su suegra. El silencio se adueña de él mientras vuelve a mirar las fotos y se pregunta si existirá alguna fórmula para que no se sigan deteriorando.

Alberto Yordán cuenta que cuando llegó a Rosario consiguió trabajo en una empresa constructora hasta que quedó desempleado. "Ahora estoy en la búsqueda y mientras tanto hago trabajos de mantenimiento en la escuela, esa es mi tarea", dice. Gira la cabeza hacia el fondo de la vivienda y señala en dirección a unas máquinas corroídas por el paso del tiempo. "También hago soldaduras, por ahí me salen bien y por ahí me salen más o menos", agrega, con una potente carcajada.


Esperanza cooperativa
Sobre la difusa vereda que bordea la avenida de la Travesía se levantan las paredes de la Cooperativa de Trabajo Constructora Limitada del barrio Toba. Su presidente es Miguel Medina, un chaqueño de 34 años oriundo de la ciudad de Roque Sáenz Peña.

"Hace quince años que estoy en Rosario. Vine solo, pero antes habían llegado unos parientes. Ahora ya estoy instalado y casado. La familia de mi esposa pertenece a la comunidad indígena de Santa Fe y tenemos tres nenas; dos que van al preescolar y una de tres meses", cuenta con orgullo.

Miguel Medina tampoco escapa a la tranquilidad que caracteriza a la gente de la etnia Toba. Pero su rostro se torna reflexivo y serio cuando recuerda la trágica mañana del 27 de abril de 1994. Ese día, una pared que formaba parte de un galpón ubicado en la avenida de la Travesía y José Ingenieros se derrumbó como producto de una fuerte ráfaga de viento dejando un saldo de cuatro muertos y varios heridos. "Antiguamente en ese galpón funcionaba una metalúrgica y cuando la comunidad Toba se fue ampliando, hubo gente que se asentó al lado de lo que quedaba de ese galpón. Más tarde quedó solamente un paredón, que fue el que se cayó encima de tres familias", rememora.

El tono de su voz cambia por completo cuando se refiere al nacimiento de la Cooperativa de Trabajo. "Tiene solamente seis años, poquito en relación al tiempo que lleva la comunidad en Rosario. La idea de armar esta organización vino porque había mucha necesidad de trabajo, porque no sabíamos cómo apalear esa situación y cómo poder sobrevivir en esta ciudad", cuenta.

Entonces se reunieron con gente vinculada al trabajo cooperativo y empezaron a capacitarse para iniciar el emprendimiento. "Para nosotros como comunidad indígena -continúa Miguel Medina- la cooperativa era un nuevo concepto, y tuvimos que aprender a los golpes sobre lo que era el IVA, los ingresos brutos, la habilitación municipal y todo ese papelerío que era absolutamente ajeno a nuestra cotidianeidad. Aprendimos por la necesidad que teníamos de sostener la organización".

Pero el proyecto fue más allá de lo imaginado y hoy la Cooperativa también brinda apoyo escolar y un comedor que incluye la copa de leche para los niños. Además gestionan becas de estudio y quieren terminar de construir una biblioteca popular para la gente del barrio.

Otro de los anhelos que tiene Miguel Medina con sus compañeros de la Cooperativa es que las comunidades aborígenes sean tenidas en cuenta por los funcionarios para lograr una buena interrelación con la gente de la ciudad, ya que aún quedan algunos núcleos donde continúan siendo discriminados. "La idea que tenemos -apunta- es incluir todas las necesidades de la comunidad en el sistema de gobernabilidad de la ciudad. En total somos más de 20 mil personas indígenas bien identificadas porque también están otras etnias, como los guaraníes y los coyas".

El problema de la propiedad de las tierras donde se asienta el barrio Toba de la Travesía es otro recurrente eje de conflictos. Medina aclara: "hoy en el barrio tenemos alrededor de 450 familias. Lo que ocurre es que se van gestando nuevos núcleos familiares y por eso surge la necesidad de ampliar nuestro territorio. La ciudad de Rosario no sabe mucho sobre la comunidad indígena, nuestros intereses no son individuales, es decir que no estamos luchando por una tierra para nuestro interés económico sino para nuestro desarrollo cultural, social y de trabajo como comunidad indígena".

El atardecer lentamente se viste de noche y desciende sobre los precarias casas del barrio. Algunos vecinos colocan sillas en la puerta y se sientan a charlar en grupos. Los chicos agotan lo que les queda de cuerda y juegan a correrse entre ellos bajo la luz tenue de unos pocos faroles. Ellos, como los mayores de la comunidad, desean ser reconocidos, respetados en su condición y no quieren que las autoridades se acuerden de ellos solamente el Día del Indio Americano, que desde 1945 se conmemora los 19 de abril de cada año.
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Los chicos del barrio. Con más de 20 años de antigüedad, la comunidad toba de Travesía y Almafuerte alberga a unas 450 familias.

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