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 domingo, 10 de octubre de 2004

Lecturas
El acoso insoportable

Carlos Roberto Morán / La Capital

A Justin Calmar, un común habitante de París, nunca le ocurren sorpresas, su vida está condenada a lo grisáceo, a la rutina. Y así transcurren sus previsibles vacaciones anuales en Venecia, hasta el momento en que por cuestiones circunstanciales debe abandonar a su familia y retornar solo a Francia.

Porque la rutina aludida se altera en el viaje de regreso cuando un desconocido le da conversación, extrayéndole información sobre su vida y sus costumbres y luego de eso le entrega una llave de un casillero (taquilla) de la estación de Lausana, en Suiza, del que debe retirar lo que allí encuentre para entregarlo en determinada dirección. El extranjero explica que no puede hacer personalmente ese trámite y lo curioso es que, antes de descender en esa estación de paso, Calmar lo pierde de vista. No obstante lo cual (y para su previsible perdición), Justin cumple con el encargo.

Como es habitual en una novela de Simenon, la culpa resulta la verdadera protagonista de la historia, la idea de la culpa que se carga como una condena por haberse cometido el acto impropio. Es así que Calmar, quien ha hecho siempre una vida sencilla y evitado los contratiempos cada vez que pudo, de pronto se ve envuelto en una historia extraña, en la que el dinero cobra especial importancia. Pero él no sabe qué hacer con ese dinero, cuya presencia en la existencia personal y familiar no tiene cabida. Y, además, carga con otros desaciertos: por ejemplo el haber tropezado, por decirlo de alguna manera, con un crimen -del que es ajeno- pero que teme caiga también sobre él como pesada piedra.

Los personajes de Simenon no son felices porque nunca aciertan. Ocurre con Calmar, puntualmente podría decirse, porque él no se encuentra de ninguna manera preparado para asumir y afrontar lo que le suponen los nuevos retos. Entonces, al tratar de modificar su vida con pequeñas acciones que intentan encubrir "lo nuevo" ante los demás, equivoca cada paso que da y de esa manera se ve envuelto en una telaraña de errores y confusiones.

A su esposa le inventa, sin que ella termine de creerle, que se ha vuelto afortunado aficionado al turf mientras que su compañero y amigo Bob Jouve sospecha que, contra toda predicción, Justin tiene una amante. A ambos debe mentirles y así la red de engaños y contradicciones lo envuelve aún más, hasta casi asfixiarlo.

"Escribir es una vocación de infelicidad; no creo que un artista pueda ser feliz jamás porque es artista para encontrarse a sí mismo", comentaba Simenon cuando ya se había alejado de las ficciones luego de haber escrito cerca de 500 novelas (muchas de ellas folletines), a las que progresivamente les iba quitando adjetivos y adverbios hasta manejarse con un lenguaje limitado a no más de dos mil palabras porque con ellas, sostenía, lograba mayor expresividad. Dejó de escribir porque no aguantaba más, físicamente, y porque cada vez más se iba comprometiendo severamente con los personajes de sus historias, a los que "perseguía" hasta lo último, cuando debían enfrentarse con el callejón sin salida. Y tomar la definitiva resolución. También en esta novela de 1965 -una de las tres que escribió ese año-, Simenon "acosa" a Justin, le va quitando espacios, coartadas, hasta "demostrarle" -de un modo similar a lo que hacía Chase con sus protagonistas perdedores- que el mundo no es para los débiles, para los derrotados de antemano.

Como en otros relatos del escritor belga "El tren a Venecia" vuelve a copiar el esquema de la novela policial y acusa un marcado suspenso. Corresponde en consecuencia proseguir con ese suspenso en este comentario y no develar demasiado sobre la presente historia, relativamente breve, que si se vuelve tensa y agobiante se debe a la habilidad del escritor, maestro en tal terreno. Y maestro en eso de buscar "el corazón" de sus personajes al lograr develar, con acciones mínimas y palabras esenciales, todos sus secretos.

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