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 domingo, 10 de octubre de 2004

Derechos y obligaciones

Jorge Besso

Posiblemente una de las pocas cosas en común que hay entre los habitantes de los distintos centros y de los distintos rincones del planeta, es que sea como sea, todos fueron y todos somos y todos serán un manojo de derechos y obligaciones. En dicho manojo puede que se desenvuelva nuestra vida con muchos o pocos sobresaltos, o que por el contrario nuestra existencia quede crónicamente enredada en el mismo manojo sin que podamos desplegarnos de forma de aprovechar nuestro turno único para dejar algo para los que nos sucedan (también envueltos como estarán en sus respectivos manojos de derechos y obligaciones).

Hay toda clase de derechos y toda clase de obligaciones con toda la variedad que se pueda imaginar (y hasta imposible de imaginar) en tanto y en cuanto los manojos de derechos y obligaciones varían según sean los ovillos de los hilos jurídicos, y no jurídicos de los distintos rincones del planeta.

En principio al nacer ni tenemos derechos, ni tenemos obligaciones, ya que esas son cuestiones de los más grandes, en cambio sí tenemos supuestos privilegios, siempre y cuando el nacimiento no sea en uno de los tantos pozos del planeta, tanto en los incontables agujeros negros esparcidos en el gran tercer mundo como en el pequeño primer mundo de los dueños del mundo, que de todas maneras tiene sus pozos, aunque quizás sean menos: en los infiernos de los agujeros de la pobreza los que nacen no tienen privilegios, y cuando sean mayores tampoco tendrán derechos, y si tienen mucha suerte sólo tendrán obligaciones, y en muchos casos sólo nacerán para morir sin saber que hubieran podido vivir.

A la salida de los privilegios viene el mundo de los derechos y obligaciones, aunque claro está no es igual para todo el mundo, ya que simplificando sólo un poco las cosas se podría decir que los pobres tienen mucho más obligaciones que derechos, y en cambio los ricos tienen mucho más derechos que obligaciones.

En la prensa de estos días se puede encontrar un ejemplo más que elocuente aunque es probable que pase desapercibido: el Congreso de la Nación sacó una ley para reformar el Código de Derecho Comercial, que es el Código de Buenos Aires de 1859. A tal efecto se llamó a licitación (?) para la mencionada reforma, y la licitación la ganó la Universidad de Buenos Aires quien designó con tal propósito al doctor A. Kleidermacher, que es a su turno el abogado de Francisco Macri en el paquete de juicios cruzados de este personaje con el Estado, por la privatización y posterior estatización del Correo Argentino (por 2000 millones de pesos).

En ese lobby se cocinará la legislatura comercial para todo el país profundizando la indignación de mi amigo Edgardo Cicchirillo (y de tantos) ya que Buenos Aire tiene muchos más derechos que el resto del país, por aquello de que Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires. A la vez que si el reino de los cielos es para los pobres, es más que sabido que el reino de la tierra es para los ricos a quienes de todas maneras el Vaticano les venderá un pedazo de cielo.


Redes
Nacemos, entonces, a una red de derechos y obligaciones que en los comienzos todavía no nos alcanza demasiado, ya que en esos inicios dorados y no siempre dorados, disfrutamos de ciertos privilegios. Quizás el mayor de los privilegios es la paradoja de que durante un tiempo vivimos fuera del tiempo, lo que en el fondo no es así pero sí de alguna manera en la superficie, ya que toda una parte de la infancia es un espacio de tiempo donde las horas, los días, las semanas, los meses y en definitiva los años, todos son un larga duración hasta que de pronto, o gradualmente, el espacio de tiempo se divide: en espacio y en tiempo.

Los derechos y las obligaciones organizarán las cosas en espacio y en tiempo: "Un espacio y un tiempo para cada cosa", dirán los que hablan con la voz de la experiencia a los que todavía están lejos de tenerla. Por su parte, esa cosa tan difícil de asir que es la susodicha experiencia, habla de la variedad de derechos y de la variedad de obligaciones que llegado el caso se podrían resumir en la siguiente cuestión: ¿tenemos el derecho a ser felices o la obligación de ser felices?

Es muy posible que la experiencia sea, en verdad, aprender lo antes que se pueda que no tenemos derecho a ser felices, ni tampoco la obligación de serlo. El primer caso es un camino que va directo a la neurosis, es decir una senda en la que alguien consume su vida en el reclamo de algo que supone que le corresponde, pues de lo contrario para qué lo trajeron a este mundo.

El segundo caso es un camino que va directo a la adicción, en cuyo caso alguien consume su vida consumiendo y consumiéndose. Consumiendo amor o lo que sea, en el fondo probablemente siempre sea amor. Todo lo cual nos debiera llevar a una doble renuncia: al derecho y a la obligación de ser felices. De esta forma la felicidad no es una cima, ni un puerto, ni un destino con lo que la bendita o maldita felicidad estará más en la tierra que en cualquiera de los cielos posibles, y será un logro y no un reclamo o una espera crónica.

La felicidad no se reparte, se encuentra. En cualquier lugar o actividad, y en el ejercicio de nuestros derechos y en el cumplimiento de nuestras obligaciones. En cuanto a éstas, no debiéramos perder de vista en las vicisitudes de la vida cotidiana, la dimensión esencialmente social de los derechos y obligaciones, y en este sentido importa no sólo y no tanto la remanida calidad de vida por lo general planteada en su dimensión particular, sino la calidad de vida social de una sociedad en los inicios del siglo XXI donde las sociedades, algunas de las más importantes, combinan en la vida de todos los días el horror y la insignificancia. A lo que sí no debemos renunciar es a nuestro derecho y a nuestra obligación de resistirnos contra lo obvio, y a la posibilidad de que las cosas sean distintas.

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