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 domingo, 22 de julio de 2007  
Géneros menores, palabras mayores

Osvaldo Aguirre / La Capital

No es para nada común, y no sólo en Argentina, que un libro de cuentos agote una primera edición de 10 mil ejemplares en un mes, como pasó con “El rey de la milonga”. Menos todavía contar con una producción que incluye 11 libros de cuentos y tres novelas, que tienen reimpresiones periódicas. Esto no termina de explicar el suceso de Fontanarrosa como escritor. No se trata sólo de su repercusión, sino de sus logros artísticos, tan importantes pero quizá menos visibles que los que alcanzó en el plano del humor.

   Contó muchas veces cómo hizo sus descubrimientos para convertirse en escritor. La novela “Dar la cara”, de David Viñas, le mostró que el lenguaje común, el de la conversación cotidiana, podía ser trabajado como materia literaria. Otro momento clave fue la lectura de narradores como Ernest Hemingway, Norman Mailer o Truman Capote. “Tipos que cuentan una historia con una aparente simplicidad y que no ahondan demasiado en la personalidad de cada personaje —dijo en una entrevista que publicó la revista rosarina Riel, una de las mejores entre tantas que se le hicieron—. Uno va conociendo a esos personajes a través de cómo actúan y cómo hablan”. Una definición que vale para sus propios relatos.

   “En mi casa había libros, porque mi madre era muy lectora”, solía recordar. La referencia del lado del padre, en apariencia, era totalmente contradictoria. Como comentó en su intervención en el Congreso de la Lengua: “Mi viejo era lo que se llamaba un mal hablado”. Tanto que unos primos, cuando jugaban a “Tío Berto” (como le decían a su padre), “se encerraban a putear en una habitación”.

   Los cuentos de Fontanarrosa son el lugar donde esas referencias antitéticas se asocian en una fórmula única. Detrás de su obra hay, por un lado, una trama múltiple de lecturas. Historia, periodismo deportivo, divulgación científica, literatura, no hay ningún género que no pueda tomar como objeto de parodia. Y por otro, igualmente corrosiva, está esa captación del lenguaje oral en lo que tiene de más intratable, de más violento: los insultos, lo escatológico, como se ve en toda una saga de cuentos planteados como simples conversaciones.

   Fontanarrosa es un escritor de oído absoluto. Se reconoce en el modo natural con que se presentan los diálogos de sus cuentos. En los matices que registra, el lenguaje, la gestualidad y hasta el propio cuerpo de los que hablan. En los tics que retrata: el tipo que corrige cada frase de sus amigos, asegurando tener la “posta”, el que interrumpe la charla con bromas estúpidas y desubicadas, o el que explica de modo obsesivo el sentido de sus frases.

   El oído también está en la selección que hace el escritor de lo que escucha. En “Nada del otro mundo” se encuentra uno de sus cuentos magistrales en esa línea. Se llama “Choro común” y un preso cuenta su vida y reflexiona sobre su modo de ver las cosas y sobre su “trabajo”, como entiende que es el delito. Fontanarrosa dijo que se basó en un preso al que escuchó por casualidad, a mediados de los 60, en la Jefatura de Policía de Rosario. No es un texto humorístico, para nada: el personaje habla, y en detalle, de las torturas a que recurre la policía. El autor transcribe su discurso sin ninguna intromisión.

   Fontanarrosa llevó ese método al absurdo en otros cuentos, como aquel del ciclo de La mesa de los galanes donde el nuevo llegado es un exhibicionista que reivindica con orgullo sus aficiones. Fontanarrosa no se complicaba demasiado para explicar su modo de escribir. Incluso se definía como periodista. Si lo solemne y lo pretencioso eran los elementos necesarios para la parodia, los encontró con frecuencia en la literatura.

   Hay cuentos que toman como personajes a escritores y que satirizan esas manías. En ese sentido su creación máxima es quizá Ernesto Esteban Etchenique, su escritor de aforismos. “Nunca me interesaron las expresiones artísticas cultas —se atajó en un reportaje—. Por más que quisiera aparentar nunca leí los clásicos de la literatura, ni las grandes obras teatrales. A mí déjenme hablando de gansadas en esas charlas de café que parecen no terminar nunca. Y déjenme también en esos géneros supuestamente menores como la historieta y el cuento”. En esos márgenes abrió un camino que lo puso a la altura de los grandes narradores de la literatura argentina. l
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