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domingo,
17 de
junio de
2007 |
El sentido de un símbolo
Hace ya casi medio siglo que está allí, frente a las costas del Paraná, y no sólo se ha convertido en el símbolo por excelencia de la ciudad sino en parte habitual del paisaje que contemplan los rosarinos. Y es justamente el adormecedor influjo del hábito el que acaso haya diluido el sentido profundo que su presencia reviste.
El Monumento a la Bandera fue un viejo sueño de la urbe que recién se pudo concretar en 1957. Su imponente imagen se vincula con el más hondo significado que puede dársele a la palabra patria: no sólo el de la nacionalidad y la defensa del territorio, sino el de la inclusión de todos sus habitantes —y todos aquellos que quieran serlo— en un regazo maternal, protector y común. Los colores celeste y blanco elegidos para la enseña por su creador —quien tal vez sea el más puro de los próceres argentinos, Manuel Belgrano— representan, con su transparente alusión al cielo, la integridad del sueño de aquellos lejanos héroes: el de un país nuevo que se incorporara al mundo con identidad y personalidad propias, sobre la intransferible base que constituye el suelo americano.
Tan encomiables ideales están precisamente reflejados en el majestuoso edificio proyectado por Angel Guido, ese que los rosarinos conocen tan bien y sobre cuyo sentido hondo deberían reflexionar estos días. Mucho más que un ágora cívica, mucho más que el verdadero ombligo de la ciudad, el Monumento esconde detrás de la piedra un alma suave y noble, la de la argentinidad verdadera.
Esa misma que debería encarnarse en cada uno de los hombres que pueblan la República.
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