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 domingo, 28 de enero de 2007  
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Jorge Besso

Es de uso corriente en los ambientes académicos la división de las ciencias en dos grupos de prestigio diferentes, que se notan desde el mismo nombre con que han sido bautizadas:

  • Las ciencias duras.

  • Las ciencias blandas.

    La dureza de las duras está dada por la solidez de sus postulados, la abundancia de sus resultados, la ausencia de pensamiento mágico en sus trabajos y su capacidad para despejar enigmas. En suma, van corriendo siempre un poco más la línea del horizonte del conocimiento humano, sin que este movimiento tenga algún límite a la vista.

    La física y la biología ocupan un lugar central en este campo empujando dicha línea del horizonte más allá de límites inimaginables, tiempo atrás, capaz de iluminar los agujeros negros del cosmos en el caso de la física, o avances espectaculares en la medicina y la biología con extraordinarias innovaciones terapéuticas, como es el caso de las clonaciones con su complejidad ética. Todo esto va perfilando al científico de los próximos siglos como un ser habitando el domicilio de Dios.

    Por el lado de la ciencias blandas las cosas son bastantes distintas, la línea del horizonte está mucho más quieta o con movimientos más bien lentos. Como es lógico no hay novedades todos los días, y por lo tanto los conocimientos no envejecen en cada atardecer. En este campo se alinean las llamadas ciencias humanas, es decir la antropología, la psicología, la sociología y demás disciplinas que tratan de reflexionar y avanzar en el conocimiento de lo humano.

    Es que los conflictos, los síntomas, el sufrimiento, el malestar, las desigualdades, la incertidumbre, en definitiva las locuras, no empezaron en el siglo XX, ni se van a solucionar, en el sentido de que no van a desaparecer en el siglo XXI, ni en los que sigan. Lo que nos ubica frente a una notable paradoja señalada, entre otros, por el psicoanalista A. Green: La psiquis humana capaz de producir conocimiento científico a un ritmo cada vez mayor, no tiene la misma capacidad de conocimiento de sí misma ”.


    Viejas novedades
    Aguijoneados por los resultados asombrosos de la ciencia, habitantes de la misma casa de los científicos top, especialistas del cerebro, tratan de mezclarse en la maratón de los avances publicando en prestigiosas revistas científicas viejas novedades. Es el caso del psiquiatra Roger Pitman de la Escuela de Medicina de Harvard, que según publica la revista New Scientist, “ha demostrado que el cerebro almacena los recuerdos de los eventos traumáticos o cargados de emoción de manera diferente que los recuerdos neutrales”.

    Chocolate por la noticia, se decía en una época, pues sin ninguna investigación especial en laboratorios o escuelas se puede constatar semejante descubrimiento de la pólvora por parte de los encumbrados de Harvard. Basta con preguntar a muchos (sino a todos) los ex combatientes de cualquiera de las guerras cómo, a pesar de todo, no se pueden desprender de las imágenes del horror instaladas como traumas en el desfile de sus recuerdos. El paso siguiente que dan algunos investigadores es el más repetido de todos: el recurso a la droga. Sólo que no se trata de un impulso individual, sino muy por el contrario: la sociedad es la que recurre a la droga.

    Al psiquiatra Roger Pitman de Harvard, se le ocurrió experimentar con humanos lo que primero probó con ratas: borrar los malos recuerdos, y los traumáticos, suministrando betabloqueantes (propanolol).Sencilla, ingenua y salvaje solución que parte de un supuesto sobre el que habitualmente no se reflexiona: la confusión del cerebro con la psiquis. Superposición aniquilante en la que más o menos habitualmente cae la ciencia, al menos una parte de ella, que en la ilusión de estar en el selecto salón de las ciencias duras siempre terminan practicando la dureza de entendimiento (en ocasiones el camino más recto puede ser el más equivocado).

    Asimilar los humanos a las ratas sólo tiene sentido en el campo de la metáfora, cuando en muchas oportunidades la gente se comporta como tales. Si se pueden borrar los recuerdos traumáticos, por qué no borrar los malos recuerdos, que como se sabe quién más quién menos, tiene algunos o muchos. Por ejemplo, los malos recuerdos de algún amor que nos dejó y nos hizo sufrir en silencio o a los gritos. Previamente el sujeto dispuesto a suprimir un pedazo de su historia eliminaría todas las fotos de él o de ella, y santo remedio. Manipular la mente no debiera ser el objetivo de ninguna ciencia. Ni dura ni blanda. Por lo demás, no parece demasiado racional proponerse una limpieza científica de la memoria en tanto son los recuerdos, buenos y malos, los que nos guían en el laberinto de la existencia sin los cuales estaríamos sepultados antes de tiempo.


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