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 miércoles, 18 de octubre de 2006  
Editorial
Inversión, talón de Aquiles

Después del abismo, el país resurge de manera comprobada. Pero el crecimiento experimentado demanda, para no estancarse, tanto la inversión en infraestructura como el ingreso de capitales extranjeros. Sin embargo la confianza perdida no se recrea tan velozmente y el Estado, a la vez, debe cumplir inevitablemente con el necesario rol fiscalizador.

La Argentina ha sufrido en las últimas dos décadas constantes y bruscos remezones en el crucial terreno económico. Con el notable saldo a favor de haber consolidado la democracia, el país aún se debe a sí mismo confirmar definitivamente el rumbo en una materia que sin dudas continúa siendo el foco desde el cual parten tanto las serenidades como los conflictos.

Después de la caída de la convertibilidad, el desmoronamiento inicial en que se erigió la devaluación dio paso a la reactivación tan esperada. Los indicadores de pobreza y desempleo -que habían trepado a niveles dramáticos, nunca antes conocidos- comenzaron a descender de manera paulatina y la recuperación se tornó, poco a poco y ante la escéptica mirada de los gurúes neoliberales, un hecho tangible. Pero la gran deuda pendiente es recobrar la confianza perdida. Sobre todo, para mejorar en un aspecto clave: la atracción de capitales extranjeros, cuya entrada es básica para sostener el crecimiento.

En tan importante rubro el avance también se ha hecho presente, pero no en la medida que se espera y necesita. De acuerdo con los últimos relevamientos, difundidos anteayer, las inversiones extranjeras directas (IED) se incrementaron en la Nación un nueve por ciento durante el año pasado, en un monto calculado en cinco mil millones de dólares. A pesar de que el progreso experimentado resulta notorio, el flujo aún se mantiene lejano del nivel que se registró en la década del noventa. Los sectores más beneficiados fueron el manufacturero y el de servicios.

Las señales son claras: la previsibilidad, primera condición reclamada por los capitales foráneos para ingresar al país, dista de ser una realidad pese a que el cataclismo del 2001 ya quedó lejos. Si a ello se le suma que los márgenes de rentabilidad no están situados en el rango que se pretende, la consecuencia obvia es la mencionada reticencia.

Pero tampoco corresponde desesperar: bien sabido es que cuando la inversión extranjera entraba sin temores ni trabas de ninguna índole, el pueblo no disfrutaba los frutos de tal ingreso, que se traducía en la exportación de dólares frescos y la importación de crecientes y dolorosas dificultades. Es decir: conviene separar la paja del trigo. Para que un capitalismo periférico como el argentino madure es fundamental la inyección de capitales, pero con la atenta mirada del Estado en el rol de lúcida vigilancia.

El modelo, tal cual se ha probado en reiteradas oportunidades durante el transcurso del siglo pasado, debe ser de carácter mixto: ni la apertura indiscriminada -de probado fracaso en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher- ni el socialismo a la soviética han logrado demostrar eficiencia. La receta correcta pareciera ser la adecuada valoración y estímulo de la gestión privada, pero con el Estado cuidando que el fiel de la balanza no se desequilibre en favor de quienes más tienen. Tan compleja misión es la que debe enfrentar la Argentina en el futuro inmediato.


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