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 miércoles, 13 de septiembre de 2006  
Reflexiones
Sarmiento: miremos en su derredor

Jack Benoliel

Se ha cumplido la conmemoración de un nuevo aniversario de la muerte del maestro de América. "¡Luchador invencible, ni la muerte ha podido extinguir tu pensamiento,/ y aún disipa las sombras de la patria,/ el sol que centellaba en tu cerebro!". Que estos versos de Gervasio Méndez, marquen el sendero de nuestra humilde evocación.

"Si monumento queréis, mirad en su derredor". Así reza la inscripción que perpetúa en Londres el recuerdo del extraordinario arquitecto Cristóbal Wren. Y nada me parece más oportuno que iniciar estas reflexiones acerca del inmortal sanjuanino, con la expresión que con tanta exactitud puede aplicarse también a Sarmiento: "Si monumento queréis, mirad en su derredor".

¡Sí! Vamos a mirar en su derredor. Comprenderemos entonces que tuvo el coraje de echar los cimientos de esta Argentina de hoy, cuando la grita apasionada de los débiles ensordecía el ambiente y le negaba cualidades de gran conductor, a él, que en el vasto plano de un territorio despoblado hizo tangibles los sueños de los precursores de Mayo.

¡Sí! Vamos a mirar en su derredor. Comprenderemos entonces que la escuela, la agricultura y la ganadería modernas todavía en ciernes, el litoral, la zona mediterránea, la prensa, lo fundamental y lo accesorio, la Argentina soñada que ya perfilaba su grandeza, y su sed de libertad, recibieron el aporte de su genio, los frutos de su meditación y el sello inconfundible de su mano.

¡Sí! Vamos a mirar en su derredor. Comprenderemos entonces que supo hacer en medio de la borrasca, cuando aún las pasiones ensangrentaban con su derroche de coraje algunas provincias y cuando la diatriba buscaba hincarse en su espíritu, según la feliz expresión de Belisario Fernández y Eduardo Hugo Castagnino en su interesante libro "Guión Sarmientino".

Y así, mirando en su derredor, comprenderemos también que Sarmiento es siempre actual. Que está a nuestro lado, en el aula; en la página antológica, vigorosa muestra del habla castellana que proclama en América la perennidad de su lozanía; está en el fervor del maestro; en la inquietud del alumno; en las instituciones que lo sobreviven, en la bandera del hombre que admiró -Belgrano-, a la que cantó con acentos no superados; está hasta en quienes lo han combatido y lo combaten con saña; en la pella de lodo que mano anónima arroja, con rabia infantil -no con la pureza de la infancia- a su busto y sus estatuas; está en la torpe caligrafía que desde la blancura de una pared grita su rencor en carbonilla; está en el libro presuntuosamente documentado donde se escamotea, magnifica, silencia y por consiguiente, se pierde en cada página, la más elemental ecuanimidad.

Porque digámoslo de una vez, como nadie, encarna y simboliza Sarmiento el porvenir anhelado por quienes aman la libertad, la convivencia pacífica, el progreso, el vuelo libre del pensamiento, la elevación de todos los niveles de esta tierra argentina, a la que añoró enhiesta en lo cultural, en lo social, en lo político, en lo democrático, en la justicia, y en el respeto inconmovible de las instituciones, bajo la luz insobornable de la Constitución Nacional.

La inmortalidad le abrió sus puertas; por eso Jorge Luis Borges dijo de él: "Tuvo que hacerlo todo o casi todo en este entonces desmantelado país, ante la incredulidad, el escarnio y la indiferencia. De la divinidad dijeron los teólogos que había escrito dos libros: la Biblia y la Naturaleza. De Sarmiento -agrega Borges- cabe decir sin mayor hipérbole, que una mitad de su obra, son los muchos volúmenes de su pluma y la otra, esta patria que vivimos, esta pasión y este aire. No hay uno solo de nosotros, aquí, que no tenga con él, cada día una deuda infinita".

Gritó en el Senado con voz firme: "Todos los tiranos llevarán mi marca". Fue su verdad. No cultivó la popularidad de oropel, tan común entre nosotros. Es que no quiso ser caudillo; sólo quiso ser Sarmiento, como él mismo lo decía insistentemente: "Vale más que ser juez de paz en una aldea o presidente de la República".

Eduardo Wilde le dedicó este texto: "No acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber; le consagró lo mejor de sus horas. No fue disciplinado ni metódico en sus trabajos por el bien del Estado; pero sus actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables beneficios. No deja, como Alberdi, una doctrina con un sistema de organización política, ni como Vélez Sarsfield un monumento jurídico, ni como Avellaneda las Bases de la legislación sobre tierras, pero su actividad siempre fecunda engendra un conjunto más trascendental y más valioso, pues no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática que no contenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía".

Toda vigorosa figura, de las que dejan huellas imborrables en los anales de un país y del mundo, con el aporte renovador de ideas y hechos en el proceso de la civilización, en pugna con los intereses y planes de la regresión y el estancamiento, tiene que pagar su cuota, no ya a la crítica, indispensable para la formación de un país esclarecido, sino a la enconada y con frecuencia subalterna prédica de sectores en que la incomprensión se alía a la mala fe irreversible e incurable. Sarmiento no puede ser una excepción. No lo fue ni lo será. Y siempre existirán los dispuestos -según afirmaba Hugo- a medir el Himalaya con un centímetro, dedicándose a reabrir polémicas inútiles para darse el placer, a pesar de ser minorías sin títulos honrosos, de dictar fallos condenatorios.

Saludo en él al mensajero de la vida nueva; a quien tuvo el mérito de anunciarla desde su miseria, desde la hondura de un pozo, luchando contra todos y contra todo. Trajo a este país, deprimido por la pobreza, la anarquía y el despotismo, la alegría de vivir.

He aquí el epitafio que eligiera para su tumba, apretada síntesis de lo que aspiró en vida: "Una América libre, asilo de los dioses todos. Con lengua, tierra y ríos libres para todos".
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