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domingo,
27 de
agosto de
2006 |
Las dos caras del barrio
Rafael Ielpi (*)
Si hay algo que no se puede hacer con la historia, es borrarla. Por eso, las distintas investigaciones encaradas en Rosario desde hace 30 años sobre el barrio Pichincha no pudieron eludir la condición prostibularia que el mismo detentó sobre todo desde 1915 en adelante, hasta la promulgación de la ordenanza Nº7 de 1932, que determinó el cierre de los quilombos, como se los conoció y denominó popularmente. No era para menos si se piensa que en el reducido radio que constituía el corazón del barrio aledaño a la estación Sunchales (luego Rosario Norte) se sucedían, casi uno al lado de otro, una serie de este tipo de establecimientos, de distintas características y tarifas, con varios nombres de reminiscencias francesas como Madame Safó, Moulin Rouge, Petit Trianón, Chantecler, Chavannes y otros como El Elegante, Venecia, Italia, España, Mina de Oro, Royal, Marconi, El Gato Negro, Torino, Internacional, Victoria, Sevilla, junto a los "clandestinos", que carecían de nomenclatura pero no de clientela. Variopinta y funambulesca, la escenografía nocturna del barrio presidió muchos años su vida y costumbres, ocultando de ese modo otros aspectos sin duda reales: la explotación inicua de las mujeres que ejercían la prostitución en esos locales, regenteados por una férrea organización de tratantes de blancas, con la complicidad de funcionarios, jueces, políticos y policías, y la condición de barrio de trabajo, presidido por la estación ferroviaria, por la que llegaron a la ciudad no sólo los inmigrantes, sino también la migración interna y los cientos de miles de peones "golondrinas" que llegaban para trabajar en las cosechas. La impronta de la "mala vida" iba a signar entonces a Pichincha y es por ello que (sin apologías que nadie en su sano juicio pretendería) han perdurado mucho más la módica fama del Paisano Díaz o la de la misteriosa Madame Safó que los nombres de los vecinos que, día a día, iban construyendo paralelamente las bases de la ciudad de nuestros días. Pichincha debe ser, por eso, vista desde el rastreo investigativo con sus luces y sombras porque esa es la tarea de la historia: hacer que la futilidad, la minucia, la trivialidad o el dramatismo y la profundidad del transcurrir de una ciudad queden resguardados en toda su insignificancia o en todo su esplendor.
(*) Periodista, escritor y director del
Centro Cultural Bernardino Rivadavia
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